Un melodioso taconeo hizo eco en el pasillo. Zapatillas desgastadas color fuego anunciaban escandalosas su entrada al interior de la estación. Las medias de encaje carcomidas envolvían sus gruesos muslos y a lo largo del andén, las luces parecían alumbrar a la mujer como si desfilara sobre una pasarela de miserias humanas. Caminaba nerviosa, dubitativa, mirando con temor a todos lados y dejando grabadas huellas de celeridad en los fríos azulejos de la terminal, junto a muchas otras marcas imperceptibles, entre el ir y venir de los transeúntes.
El enjambre de pelo sucio y desteñido escondía lo que en otros tiempos fuera la imagen inmaculada de una bella dama. Su rostro desprendía costras de olvido, revelando fatiga en su mirada. Sus labios resecos y quebrados habían olvidado el sabor del hilo carmesí que discreto iluminó un día su boca enamorada.
Caminó hasta el final del corredor, se acomodó en el suelo y fue formando un asiento con de cartones y ropa vieja. De unas de las bolsas saco un gorro sucio y humedecido y comenzó a hablar en voz alta e incomprensible. Sus palabras se perdieron entre el acelerado ritmo de los viajeros que con miradas despectivas pasaban de largo y la ignoraban. Con una de sus manos, saco inquieta un cigarrillo. El humo empezó a esfumarse detrás de su cabellera, buscando un lugar en lo más profundo de sus pensamientos para tratar de empañarlos.
– No se te ocurra decir una sola palabra porque te mueres, ¿entendiste?
¡En ese mismísimo instante, te mueres!
Las palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, sonando como una cantaleta absurda que había estado taladrando lentamente la fragilidad de sus sentidos. Aspiro profundo y ahogando una bocanada en su garganta, sintió un sabor amargo y asqueroso que revolvió sus entrañas.
Se incorporó como pudo y arrastrándose hacia las vías del tren, vomitó. Sus ojos se desorbitaron y se quedaron mirando hacia un punto fijo y perdido entre los rieles. Permaneció ahí quieta, hipnotizada por los escombros de la mente.
– Puja más fuerte, ya casi lo tenemos, sigue pujando con fuerza.
– ¡Siento que me muero!, ¡quiero morder algo, lo que sea pa’ espantar el dolor!
– Tranquila, lo has logrado, ¡has traído al mundo a tu hijo, es un varón!
El alumbramiento terminó y la joven sintió correr ligeras gotas de sudor por su frente, sudor que se perdió y confundió con las lágrimas de gozo de una madre. La partera la limpió, preparó al niño y lo colocó en su regazo. La mujer cerró sus ojos y acarició a su pequeño; lo besó amorosa y ambos durmieron profundo. Suspirando entre sueños, pensó que por fin la felicidad había llegado a su hogar.
Un par de semanas después, el padre de su hijo apareció de repente, todito alcoholizado, envuelto en un ataque de cólera y celos injustificados. La golpeó hasta cansarse, le arrebató al chiquillo de sus brazos y se lo llevó. Cuando volvió, ya no traía al niño y sólo gritaba:
– No se te ocurra decir una sola palabra porque te mueres, ¿entendiste?
¡En ese mismísimo instante, te mueres!
El silbido del tren despertó a la mujer de su trance, de las crueles imágenes de los fantasmas del pasado. Regresó con paso lento y confuso a su rincón, al espacio que se había convertido en su nueva casa. Se sentó y acariciando el gorro que tenía entre sus manos comenzó a hablar en voz alta e incomprensible. Sus palabras se perdieron entre el acelerado ritmo de los viajeros que con miradas despectivas pasaban de largo y la ignoraban.
Escrito por… Adriana Bataille