Premiación y presentación de la primera antología «PUENTES», por el grupo de escritores Seattle-Escribe.

 

12 de Noviembre del 2017 fué el día de la cita en el cual se congregaron los ganadores, miembros e invitados en general ha celebrar la primera antología del grupo de escritores hispanos Seattle∼Escribe. Un grupo que ha logrado consumarse como el mas grande del estado de Washington y cuya base ha sido desde su fundación la biblioteca central de la ciudad de Seattle.

La convocatoria lanzada meses atrás por la mesa directiva de la organización y el consulado de México invitaba a los residentes del estado a realizar un escrito para el primer certamen literario en español, bajo el tema «Puentes», el cual podría ser desarrollado en poesía, cuento o ensayo.

Al final, 40 serían los escritos seleccionados para formar parte de la antología y de entre los cuales destacarían 10 como primeros lugares. El jurado se conformo por la poeta cívica de Seattle Claudia Castro Luna, nacida en El Salvador y autora del libro This City, y recientemente nombrada Poeta laureada del estado de Washington 2018∼2020 por el Humanities Washington and the Washington State Arts Commission (ArtsWA). De igual forma el escritor de origen español José Ovejero, ganador del premio Alfaguara de novela 2013 con su obra La invención del amor y el premio Primavera 2005 por Las vidas ajenas. Por ultimo y no menos destacable la doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y catedrática de Lengua Española y Literatura Josefa Báez∼Ramos, Ganadora del premio ProLingua Award (2006, WAFLT), The 2008 Outstanding Contribution to the Teaching of World Languages in the Pacific Northwest Award (PNCFL) y el Continued Distinguished Services Certificate (2008, WAFLT).

 

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Los Orgullosos ganadores

 

Los primeros 10 ganadores!

 

1.∼ Leonardo Alfredo Mérida Mejía : Debajo del puente

2.∼ Verónica Luongo : Esperanza

3.∼ Gloria Storani : Delia y yo

4.∼ Jorge Chávez Martínez : Puentes y vacios

5.∼ Linda Glenicki : El acuerdo tácito

6.∼ Dalia J. Maxum : Serpientes y escaleras

7.∼ Anna Witte : Los usos de un puente

8.∼ Kenneth Martínez Martínez : Jorsala

9.∼ Carolina Nieto Ruiz : La llegada de Aurora

10.∼ Amparo Amezquita : Yo, el puente

 

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Adriana Estrada-Bataille, Moises J. Himmelfarb, Elena Camarillo, Enmanuel R. Arjona, Nora Girón-Dolce y Barbara rodríguez

 

Cabe destacar el enorme apoyo de los miembros de la mesa directiva, el comité de organización del evento, el consulado de México en Seattle a travez del consul, el doctor Roberto Dondisch y el agregado cultural Moises J. Himmelfarb, quién fungió como maestro de ceremonia. Así como de Marcela Calderon Vodall representante de la Seattle Public Library, Teresa Luengo∼Cid representante del King County Library System, Molly Woolbright representante de Hugo House, de las asesoras Rita Wirkala, María Guillman, Jacque Larrainzar, Ruth Darnell, Guadalupe Carmona y los diversos medios de comunicación que participaron en la difución de la convocatoria y el evento.

Por último, es importante destacar la participación del pintor mexicano Fulgencio Lazo, quién ha expuesto tanto individual como colectivamente en los Estados Unidos, Japón, China, Francia y México, egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UNBJO) y del Cornish College of the Arts en la ciudad de Seattle y cuyas obras ilustran la portada y los escritos ganadores de la antología.

 

 

Seattle∼Escribe es un grupo que se consolida como una organización de influencia en la vida artistica y cultural del estado de Washington. Sus miembros (cercanos a los 100) se destacan en diferentes disciplinas que van desde la vida académica y diversas organizaciones hispanas hasta la música, pintura, danza, teatro entre muchas otras. De esta forma Seattle∼Escribe usa el Español mas allá de la herramienta básica de comunicación y lo transforma en un puente didáctico necesario para entrelazar historias, culturas, visiones, ideas y toda la enorme diversidad étnica que coexiste en los Estados Unidos de América.

 

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Biblioteca Central de Seattle, Washington

 

Café de Olla

Un estridente sonido me despierta de repente; la alarma, que siempre resuena a la misma hora para avisarme —como si no lo supiera— que tengo que alistarme para ir a trabajar, pero hoy es diferente, un día particular. Me levanto del viejo sillón en el que estuve recostado horas desde que regrese a casa del hospital, la vista se me nubla y un leve pero punzante dolor de cabeza me atraviesa de repente, entonces lo recuerdo todo, aquello que me ha mantenido despierto desde la noche anterior y que aún no logro asimilar, fue tan súbito que parecía, pero no lo era… un sueño.

Me dirijo lento a la cocina y abro el primer gabinete de en medio, ella siempre la guardaba ahí y ayer no fue la excepción; ahí estaba, guardada en rajas dentro de un frasco de cristal. Abro el otro gabinete, el de la esquina para buscar entre los frascos de especias, pero entonces un recuerdo en forma de espasmo redondo se atora en mi garganta y me ahoga por un segundo, exhalo lentamente cerrando los ojos y un suspiro brota amargo de mi boca.

—Tengo que seguir.

Busco desesperado entre los pequeños frascos pero no logro encontrar nada, sigo buscando y mi respiración se agita.

—¡Que tonto!

El frasco con los clavos de olor estaban justo enfrente de mi. Entonces me agacho para buscar la bolsa con los conos de piloncillos que doña Mary, su comadre, le había enviado desde México apenas la semana pasada.

Creo que ya tengo todo —pienso.

Volteo hacia atrás buscando la olla de barro que ella siempre ponía entre el fregadero y el horno de microondas, ahí, donde tercamente pegó —aun en contra de la voluntad del arrendador— un marco con pequeños mosaicos de talavera para que, según ella, la olla de orgulloso barro de San Pedro Tecomatepec se luciera. Es tan difícil verla sin que mi corazón se estruje. La tomo con cuidado, como sintiendo su regaño detrás mío advirtiéndome lo que me pasaría si la tiro, vierto agua en la olla hasta la mitad, tal vez era demasiada pero mis manos estaban ya acostumbradas a la misma porción diaria y como contrariarlas en un momento así, y mi corazón se estruja más. Pongo la olla en la estufa a fuego alto, echo adentro un cono de piloncillo, dos clavos de olor y cinco rajitas de canela,

—A ella le gustaba dulce.

Busco en el cajón de los cubiertos la cuchara de madera, regalo de la abuela, para menearle despacito, y espero impaciente recargado sobre el fregadero con la vista fija en la olla y un rostro duro como el propio barro; aún me cuesta asimilarlo.

Diez minutos fueron suficientes para que una vida de recuerdos pasaran ante una mirada absorta. Nada en mi cuerpo estaba crédulo y todo en mí la empezaba a extrañar. De pronto mis ojos se humedecen pero un fuerte olor me distrae y asomo para ver el agua que empieza a hervir, entonces meto rápido la cuchara para revolver la mezcla, reduzco a fuego lento y hecho media taza de café recién molido «del bueno» y sigo batiendo.

Cinco minutos más y ya —recordé en voz alta.

Entonces la casa entera se llena de un dulce olor a canela y mi corazón en un hondo respiro se infla de nuevo, pequeña señal de recuperación de un día colosal que me aplastaba. Sigo batiendo y con la otra mano busco una taza.

—Ya casi esta listo.

Apago el fuego y pongo la olla en la meseta junto a la taza y un colador encima, nunca me gusto sentir los residuos del café en el paladar, sirvo lentamente y el vapor me envuelve en una abrazo de consuelo, tomo la taza con las dos manos y me dirijo de nuevo al viejo sillón; sorbo un poco, -está caliente- sorbo otro poco, -y tan dulce- que mis ojos se vuelven dos lunas gigantes cristalinas desbordadas en llanto sorpresivo, de ese que fluye gutural de la garganta y no cesa, de ese que no llega a grito por que un dolor desgarránte lo deforma en plena huida, como lumbre azul que brota pesado por la boca seca.

Era el momento de aceptarlo. Esa madrugada ella había emprendido el viaje y sus manos calientes ya no estarían en mi rostro nunca más, ni su voz de pájaro ni su pelo de plata. Se uniría a partir de ahora su retrato al altar de cada noviembre y mis besos para ella serían de pan y azúcar, de mezcal, café de olla y hondos recuerdos. 

—Te hubiera gustado el café de hoy… mamá. 

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Ternura – Oswaldo Guayasamín