Uno de los momentos cumbres de la literatura mexicana acontece con Noticias del Imperio, indudablemente la obra magna del escritor Fernando del Paso, que de entre un cúmulo de distinciones destaca el Premio Cervantes 2016. Transcurría el año de 1987 cuando después de 10 años de investigación, el ya célebre autor publicara la que se convertiría «según un jurado convocado por la revista Nexos» en la mejor novela mexicana de los últimos treinta años. Del Paso recrea a la perfección los tres años del efímero sueño imperial en sus 668 páginas, cada una densa en su contenido, rica en su lenguaje, escenas, contextos y motivos históricos.
La memoria colectiva mexicana aún recuerda él segundo imperio (predecesor del imperio de Agustín de Iturbide) algunos con añoranza, otros descargando en el frustraciones del presente, pero es innegable el halo romántico y nostálgico del que se ha dotado a la pareja imperial desde su trágico desenlace. La majestad del Castillo de Chapultepec en lo alto del bosque, vigilante del horizonte que gobierna y por el cual desciende el Paseo de la Emperatriz «hoy convertido en Paseo de la Reforma» nos convoca a reconciliarnos con la historia que nos antecede. Gil Gámez escribiría en su análisis a la novela «Una historia que recrea, imagina, explora a los personajes de ese entonces, penetra la tragedia, recupera la historia y se detiene, en especial, en la emperatriz Carlota perdida en el laberinto de su delirio».
No es de extrañar el enfoque protagónico hacia la emperatriz, partiendo de los muchos acontecimientos en los que ella, lucida y loca, participó antes, durante y después del imperio. Vivió en el siglo de las emperatrices, término acuñado por el extraño hecho de convivir, en un mismo tiempo, tres emperatrices de tres imperios distintos. Fue nieta del último rey de Francia y su esposo el primer descendiente de los reyes católicos Isabel y Fernando, en cruzar el Atlántico hacia tierras americanas. Su aversión legendaria a la no menos trágica emperatriz Sissi. Su muerte a sus ochenta y siete años siendo la mujer más rica del mundo y la única en haber pernoctado en el Vaticano. En su lecho de muerte la emperatriz viuda murmuró; «Recordadle al universo al hermoso extranjero de cabellos rubios. Dios quiera que se nos recuerde con tristeza, pero sin odio», y según el historiador mexicano Luis Weckmann sus últimas palabras fueron; «Todo aquello terminó sin haber alcanzado el éxito».
Como dije antes, México no olvida a sus otrora emperadores, más allá de la opulencia de sus rangos, por la tragicidad de una historia que emula en muchos sentidos, la propia historia del país del águila y la serpiente. Tal sentimiento es permeable en las letras del escritor Vicente Riva Palacio, nieto del héroe nacional Vicente Guerrero, en cuyo canción se congrega la melancolía de una nación a uno de sus más románticos episodios.
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Alegre el marinero
Con voz pausada canta,
Y el ancla ya levanta
Con extraño rumor.
La nave va en los mares
Botando cual pelota.
Adiós, mamá Carlota;
Adiós, mi tierno amor.
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Y en tanto los chinacos
Que ya cantan victoria,
Guardando tu memoria
Sin miedo ni rencor,
Dicen mientras el viento
Tu embarcación azota;
Adiós, mamá Carlota;
Adiós, mi tierno amor
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«La historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos» Claude Adrien Helvetius
En 1861, el Presidente Benito Juárez suspendió los pagos de la deuda externa mexicana. Esta suspensión sirvió de pretexto al entonces emperador de los franceses, Napoleón III, para enviar a México un ejército de ocupación, con el fin de crear en ese país una monarquía al frente de la cual estaría un príncipe católico europeo. El elegido fue el Archiduque austríaco Fernando Maximiliano de Habsburgo, quien a mediados de 1864 llegó a México en compañía de su mujer, la Princesa Carlota de Bélgica. Este libro se basa en este hecho histórico y en el destino trágico de los efímeros Emperadores de México.
CASTILLO DE BOUCHOUT 1927
«La imaginación, la loca de la casa», frase atribuida a Malebranche.
Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra, Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias del Lombardovéneto acogidas por la piedad y la clemencia austríacas bajo las alas del águila bicéfala de la Casa de Habsburgo. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del Palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina, hija de Luisa María de Orleáns, la reina santa de los ojos azules y la nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era Rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los Jardines de las Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, sobrina del Príncipe Joinville y prima del Conde de París, hermana del Duque de Brabante que fue Rey de Bélgica y conquistador del Congo y hermana del Conde de Flandes, en cuyos brazos aprendí a bailar, cuando tenía 10 años, a la sombra de los espinos en flor. Yo soy Carlota Amelia, mujer de Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y Rey del Mundo, que nació en el Palacio Imperial de Schönbrunn y fue el primer descendiente de los Reyes Católicos Fernando e Isabel que cruzó el mar océano y pisó las tierras de América, y que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar y otro día me llevó a México a vivir a un castillo gris que miraba al valle y a los volcanes cubiertos de nieve, y que una mañana de junio de hace muchos años murió fusilado en la ciudad de Querétaro. Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo 86 años de edad y 60 de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.
Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosantes de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.

El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximiliano, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque de Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo Palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d’Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido.

Y es por eso, nada más que por eso, te lo juro, Maximiliano, que dicen que estoy loca. Es por eso que me llaman la loca de Miramar, de Terveuren, de Bouchout. Pero si te lo dicen, si te dicen que loca salí de México y que loca atravesé el mar encerrada en un camarote del barco Impératrice Eugénie después que le ordené al capitán que arriara la bandera francesa para izar el pabellón imperial mexicano, si te cuentan que en todo el viaje nunca salí de mi camarote porque estaba ya loca y lo estaba no porque me hubieran dado de beber toloache en Yucatán o porque supiera que Napoleón y el Papa nos iban a negar su ayuda y a abandonarnos a nuestra suerte, a nuestra maldita suerte en México, sino que lo estaba, loca y desesperada, perdida porque en mi vientre crecía un hijo que no era tuyo sino del Coronel Van Der Smissen, si te cuentan eso, Maximiliano, diles que no es verdad, que tú siempre fuiste y serás el amor de mi vida, y que si estoy loca es de hambre y de sed, y que siempre lo he estado desde ese día en el Palacio de Saint Cloud en que el mismísimo diablo Napoleón Tercero y su mujer Eugenia de Montijo me ofrecieron un vaso de naranjada fría y yo supe y lo sabía todo el mundo que estaba envenenada porque no les bastaba habernos traicionado, querían borrarnos de la faz de la Tierra, envenenarnos y no sólo Napoleón el Pequeño y la Montijo, sino hasta nuestros amigos más cercanos, nuestros servidores, no lo vas a creer, Max, el propio Blasio: cuídate del lápiz-tinta con el que escribe las cartas que le dictas camino a Cuernavaca y de su saliva y del agua sulfurosa de los manantiales de Cuautla cuídate, Max, y del pulque con champaña, como tuve yo que cuidarme de todos, hasta de la Señora Neri del Barrio con la que iba yo todas las mañanas en un fiacre negro a la Fuente de Trevi porque decidí, y así lo hice, beber sólo de las aguas de las fuentes de Roma en el vaso de Murano que me regaló Su Santidad Pío Nono cuando fui a verlo de sorpresa sin pedirle audiencia y lo encontré desayunando y él se dio cuenta de que estaba yo muerta de hambre y de sed, ¿quiere unas uvas la Emperatriz de México? ¿Se le antojaría un cuerno con mantequilla? ¿Leche quizás, Doña Carlota, leche de cabra recién ordeñada? Pero yo lo único que quería era mojar los dedos en ese líquido ardiente y espumoso que me habría de quemar y tostar la piel, y me avalancé sobre el tazón, metí los dedos en el chocolate del Papa, me los chupé, Max, y no sé qué hubiera hecho yo después de no haber ido al mercado a comprar nueces y naranjas para llevarlas al Albergo di Roma: yo misma las escogí, las limpié con la mantilla de encaje negro que me regaló Eugenia, examiné las cáscaras, las pelé, las devoré y también unas castañas asadas que compré en la Via Appia y no puedo imaginar cómo me las hubiera arreglado sin la Señora Kuchacsévich y sin el gato, que probaban toda mi comida antes que yo, y sin mi camarera Matilde Doblinger que se procuró un hornillo de carbón y me hizo el favor de llevar unas gallinas a la suite imperial para que yo pudiera comer sólo aquellos huevos que viera poner con mis propios ojos.
Entonces, Maximiliano, cuando yo era el pequeño ángel, la sílfide de Laeken y jugaba a deslizarme por el barandal de las escaleras de madera del palacio, y jugaba a estarme quieta para la eternidad en los jardines, mientras mi hermano el Conde de Flandes se paraba de cabeza y me hacía muecas para hacerme reír y mi hermano el Duque de Brabante inventaba ciudades imaginarias y me contaba la historia de los naufragios célebres, entonces, cuando mi padre me había invitado ya a cenar por primera vez con él y me coronó con rosas y me llenó de regalos, yo iba cada año a Inglaterra a visitar a mi abuela María Amelia que vivía en Claremont, ¿te acuerdas de ella, Max, que nos dijo que no fuéramos a México porque allí nos iban a asesinar?, y una de esas veces en el Castillo de Windsor conocí a mi prima Victoria y mi primo el Príncipe Alberto. Entonces, mi querido Max, cuando yo era la niña de los cabellos castaños y mi cama era un nido blanco alfombrado con nieve tibia donde mi madre Luisa María humedecía sus labios, mi prima Victoria que tanto se asombró de que yo me supiera de memoria los nombres de todos los reyes de Inglaterra desde Haroldo hasta su tío Guillermo Cuarto, en premio a mi aplicación me regaló una casa de muñecas y cuando la casa llegó a Bruselas mi papá Leopich como yo le decía me llamó, me la mostró, me volvió a sentar en sus piernas, pasó su mano por mi frente y al igual que le había dicho a su sobrina Victoria la Reina de Inglaterra, me dijo que cada noche de cada día mi conciencia, así como mi casa de muñecas, debía estar inmaculada. Desde entonces Maximiliano, no hay noche en que no me dedique a ordenar mi casa y mi conciencia. Sacudo las libreas de terciopelo de mis lacayos en miniatura y te perdono que hayas llorado, en la Isla de Madeira, la muerte de una novia a la que quisiste más que a mí. Lavo en una palangana los mil platos minúsculos de mi vajilla de Sevres, y te perdono que en Puebla me hayas abandonado en mi cama imperial, bajo el dosel de tules y brocados, para irte a dormir a un catre de campaña y masturbarte pensando en la condesita Von Linden. Y les saco brillo a las fuentes de plata miniatura, limpio las alabardas de mis alabarderos liliputienses, lavo las pequeñísimas uvas de los pequeñísimos racimos de cristal y te perdono que hayas hecho el amor con la mujer de un jardinero a la sombra de las buganvillas de los Jardines Borda. Después barro con una escoba del tamaño de un pulgar las alfombras del castillo del tamaño de un pañuelo, y sacudo los cuadros y vacío las escupideras de oro del tamaño de un dedal y los ceniceros minúsculos, y así como te perdono todo lo que me hiciste, perdono a todos nuestros enemigos y perdono a México.