Un estridente sonido me despierta de repente; la alarma, que siempre resuena a la misma hora para avisarme —como si no lo supiera— que tengo que alistarme para ir a trabajar, pero hoy es diferente, un día particular. Me levanto del viejo sillón en el que estuve recostado horas desde que regrese a casa del hospital, la vista se me nubla y un leve pero punzante dolor de cabeza me atraviesa de repente, entonces lo recuerdo todo, aquello que me ha mantenido despierto desde la noche anterior y que aún no logro asimilar, fue tan súbito que parecía, pero no lo era… un sueño.
Me dirijo lento a la cocina y abro el primer gabinete de en medio, ella siempre la guardaba ahí y ayer no fue la excepción; ahí estaba, guardada en rajas dentro de un frasco de cristal. Abro el otro gabinete, el de la esquina para buscar entre los frascos de especias, pero entonces un recuerdo en forma de espasmo redondo se atora en mi garganta y me ahoga por un segundo, exhalo lentamente cerrando los ojos y un suspiro brota amargo de mi boca.
—Tengo que seguir.
Busco desesperado entre los pequeños frascos pero no logro encontrar nada, sigo buscando y mi respiración se agita.
—¡Que tonto!
El frasco con los clavos de olor estaban justo enfrente de mi. Entonces me agacho para buscar la bolsa con los conos de piloncillos que doña Mary, su comadre, le había enviado desde México apenas la semana pasada.
Creo que ya tengo todo —pienso.
Volteo hacia atrás buscando la olla de barro que ella siempre ponía entre el fregadero y el horno de microondas, ahí, donde tercamente pegó —aun en contra de la voluntad del arrendador— un marco con pequeños mosaicos de talavera para que, según ella, la olla de orgulloso barro de San Pedro Tecomatepec se luciera. Es tan difícil verla sin que mi corazón se estruje. La tomo con cuidado, como sintiendo su regaño detrás mío advirtiéndome lo que me pasaría si la tiro, vierto agua en la olla hasta la mitad, tal vez era demasiada pero mis manos estaban ya acostumbradas a la misma porción diaria y como contrariarlas en un momento así, y mi corazón se estruja más. Pongo la olla en la estufa a fuego alto, echo adentro un cono de piloncillo, dos clavos de olor y cinco rajitas de canela,
—A ella le gustaba dulce.
Busco en el cajón de los cubiertos la cuchara de madera, regalo de la abuela, para menearle despacito, y espero impaciente recargado sobre el fregadero con la vista fija en la olla y un rostro duro como el propio barro; aún me cuesta asimilarlo.
Diez minutos fueron suficientes para que una vida de recuerdos pasaran ante una mirada absorta. Nada en mi cuerpo estaba crédulo y todo en mí la empezaba a extrañar. De pronto mis ojos se humedecen pero un fuerte olor me distrae y asomo para ver el agua que empieza a hervir, entonces meto rápido la cuchara para revolver la mezcla, reduzco a fuego lento y hecho media taza de café recién molido «del bueno» y sigo batiendo.
Cinco minutos más y ya —recordé en voz alta.
Entonces la casa entera se llena de un dulce olor a canela y mi corazón en un hondo respiro se infla de nuevo, pequeña señal de recuperación de un día colosal que me aplastaba. Sigo batiendo y con la otra mano busco una taza.
—Ya casi esta listo.
Apago el fuego y pongo la olla en la meseta junto a la taza y un colador encima, nunca me gusto sentir los residuos del café en el paladar, sirvo lentamente y el vapor me envuelve en una abrazo de consuelo, tomo la taza con las dos manos y me dirijo de nuevo al viejo sillón; sorbo un poco, -está caliente- sorbo otro poco, -y tan dulce- que mis ojos se vuelven dos lunas gigantes cristalinas desbordadas en llanto sorpresivo, de ese que fluye gutural de la garganta y no cesa, de ese que no llega a grito por que un dolor desgarránte lo deforma en plena huida, como lumbre azul que brota pesado por la boca seca.
Era el momento de aceptarlo. Esa madrugada ella había emprendido el viaje y sus manos calientes ya no estarían en mi rostro nunca más, ni su voz de pájaro ni su pelo de plata. Se uniría a partir de ahora su retrato al altar de cada noviembre y mis besos para ella serían de pan y azúcar, de mezcal, café de olla y hondos recuerdos.
—Te hubiera gustado el café de hoy… mamá.
Ternura – Oswaldo Guayasamín
¡Maravilloso el recuerdo!
Ellos, los que partieron, están en las cosas más simples, que, descubrimos, son esenciales…
¡Abrazo! 🙂
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Y nos siguen enseñando aunque ya no esten, un abrazo!
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Ay, amigo, que cuento más lindo. ¡Me encanta! Me tocó el corazón.
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Muchas gracias por leerme!
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Está tierno.
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Gracias!
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