Reconciliación Histórica

La América Latina bien podría dibujarse en la imaginación como un mosaico de variados contrastes; lo complejo de su diversidad cultural (con todos sus componentes) es innegable y ejemplifica a la perfección lo convulsionado de su historia. Y dadas las confusas perspectivas para el futuro europeo —resultado principalmente de la migración—, América bien podría llegar a considerarse el último bastión de la visión y cultura occidental.

Por ello resulta incongruente pretender juzgar la historia americana desde un bando ideológico con óptica posmodernista, más aun cuando los tiempos hipersensibles de la actualidad no reparan precisamente en entender la diversidad de contextos históricos. Por el contrario, se estancan en una constante e infructuosa sentencia desde una ética y moral contemporánea, que nada o muy poco tienen que ver con los tiempos en los que los propios hechos acontecieron. Reza el dicho… «el hubiera no existe», y en efecto, nunca sabremos los resultados de haber sucedido situaciones distintas. La llegada de Colón a lo que él llamaba las «Indias Occidentales» era un hecho inevitable, y de no ser él, hubiesen llegado los franceses, los portugueses, los holandeses o incluso —¡Jesus nos ampare!— los ingleses; y bien sabemos cómo terminaron los nativos americanos. De ahí que resulte inútil renegar de lo que no podemos cambiar, pero si analizar y comprender lo amplio de nuestra historia para mejora de nuestro presente.

Escribe Luis Gonzalez de Alba en Las mentiras de mis maestros:

“La psicología social mexicana tiene un magnífico tema de investigación en nuestra identificación con los vencidos y no con los vencedores, siendo hijos de ambos. Decimos que ‘ellos’, los españoles, llegaron y ‘nos’ conquistaron. ¿Por qué nos llamamos conquistados si también somos conquistadores? ¿No tenemos ojos de todos los colores y pieles de todas las tonalidades? ¿No nos llamamos Carlos, Miguel, Antonio, María, Carmen? Nos apellidamos González, López, Payán, Cárdenas, Aguilar, Toledo, Segovia, Cortés. La idílica y tonta visión que tenemos del imperio azteca la pensamos en español y cuando insultamos a España la insultamos en español. Un pueblo urgido de psicoanálisis éste, donde, a pesar de tanto indigenismo, los indios no pueden ni levantarse en armas sin que un güerito se lleve los reflectores: fatalidad digna de estudio”.

El 12 de octubre se conmemora y recuerda un hecho que cambio los mapas, las fronteras y el orden mismo de la humanidad en los albores del siglo XV. Un mes importante en cualquiera de las perspectivas al recordarse un hecho que marcó un antes y un después en la visión occidental. No se festeja un genocidio ni tampoco una invasión, sino todo el hecho en su conjunto y sus repercusiones en el mundo a partir de entonces. No se puede entender la edad moderna sin Colón, en la misma medida que resulta imposible entender nuestra contemporaneidad sin la Segunda Guerra Mundial. No se trata de que nos guste, sino de interpretarnos en un mundo en crecimiento, en evolución constante y que no reacciona a nuestros intereses personales, éticos e individuales. La historia es amoral, los hechos suceden y punto, sin detenimientos ni razonamientos. En poco o nada ayuda dignificar solo lo que los tiempos políticamente-correctos nos dictan; satanizando hechos y personajes como si estos hubiesen sucedido ayer y de intentar observar la historia como blanca o negra sin detenernos a escudriñar en los matices, la diversidad de causas, consecuencias y la multiplicidad de efectos que estos generaron. En el caso mexicano, por ejemplo, ni Cortez fue un genocida ni los Aztecas precisamente seres de luz. El estudio de la Conquista nos enfrenta a los saberes populares renovando datos que arrojan luz a múltiples mitos sin fundamento histórico. Un ejemplo de ello lo observamos en la divergencia del numero de habitantes nativos antes de la llegada de los españoles, que en el imaginario popular supera incluso los ciento cincuenta millones, numero que cae estrepitosamente frente a los estudios más relevantes. Sin contar que la mayoría de las muertes fue consecuencia de las bacterias y microorganismos que los españoles traían consigo, y en las guerras que —como en el caso mexicano— el grosso del ejercito español estaba nutrido por los propios ejércitos enemigos de Moctezuma. Vaya, que el valle del Anáhuac ya estaba calientito.

Escribe Miguel León-Portilla en entrevista para Milenio Diario sobre la biografía de Cortés escrita por José Luis Martínez…

“Es una biografía bastante objetiva. Cortés no fue ni héroe ni villano, fue como el César. Desde luego, una conquista siempre es condenable, porque busca imponerle algo a otro, pero dentro de lo que cabe, tanto el César como Cortés quedaban cautivados con lo que veían y, en ese sentido, se entregaban al país que conquistaban”.

En esencia, resulta imperativo defender el arraigo de nuestra herencia precolombina, la riqueza de nuestras lenguas amerindias y sus múltiples cosmovisiones. Pero ello no debería descuidar el interés en nuestra otra mitad, el sincretismo que nos distingue como una de las regiones culturales más ricas y heterogéneas. Al final, ninguno de nosotros ha sido invadido y ningún español nos debe nada, no superar un hecho que sucedió hace cinco siglos resulta patético. Tanto como enorgullecernos de nuestra herencia indígena y renegar de la hispana pero al mismo tiempo solo hablar español y ninguna lengua indígena. Tanto como tachar a los españoles de invasores y tener una imagen de la Virgen de Guadalupe en casa. Latinoamérica no se puede entender sin su pasado, el que nos gusta y el que nos incomoda; para bien o para mal, somos el resultado de ello y la grandeza de nuestras culturas estriba en dichos acontecimientos.

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Presencia de América – Jorge González Camarena

Relatos de mis múltiples infancias – El niño que se hacía pipí

Capítulo 4 – El niño que se hacía pipí

……..

—¿Ya se levantó el meón? Todos los días es lo mismo contigo… ¡Pinche chamaco nalgas meadas!

Al final, la madre optó por colocar bolsas negras de basura entre la cama y las sábanas, una situación incómoda y ruidosa para el callado niño «¡hacerse pipí tan grandote, que vergüenza!» pero sobre todo, una situación humillante.

En ocaciones, cuando el niño dormía en su hamaca, su madre ponía jergas de tela en el piso justo debajo, en esa curva convexa que el peso de su pequeño cuerpo creaba. Prefería dormir ahí, suspendido entre una nada que lo hacia mágicamente invisible, mirando entre los pliegues de la hamaca el reducido mundo que significaba su habitación, y desde esa perspectiva sentirse protegido.

Le gustaban los peces y todo lo que viniera del mar, sobretodo las elegantes formas de los tiburones, los coches de juguete y las muñecas ¡no! las muñecas no podían gustarle. En su cumpleaños numero cinco tuvo cinco piñatas con diferentes formas de peces, posteriormente llegaron los dinosaurios de todo tipo, incluidos sus favoritos los cuello-largo. Una colección de carritos Hot Wheels con todo y pista de carreras, vaya… ¡hasta un aeropuerto! Algunos años de abundancia Santa Claus y los Reyes le dejaban toda clase de juguetes Playmovil, y otros menos afortunados, ropa. Pero las muñecas seguían sin poderle gustar, entonces se las arreglaba para crearlas con playeras o trapos amarrados a la mitad por cordones y calcetines. Jugaba por horas escapando en una especie de realidad alterna, imaginándose subir una escalera blanca envuelto en un vestido azul —como el de Aurora con largos cabellos castaños y gigantes ojos verdes como los de su madre. Soñaba ser poseedor de la extraordinaria belleza de la princesa triste, atrapada en su palacio y aguardando el beso del príncipe, que a veces —en su mente— era su vecino Betoo su compañero de clases Miguel AngelCon Tatiana, la primera de sus grandes amigas, se ponían juntos los tacones de su mamá. La bisutería no podía faltar ¡perlas por aquí y diamantes por allá! mientras él, usaba una playera en la cabeza como pelo y se lo ponía de lado para verse más coqueto. Un par de años mayor, usaba a sus sobrinas para jugar juntos a las modelos, a la oficina, a la casitaSe encerraban en su habitación para producir animadas pasarelas con faldas de toalla, vaporosas capas de sábana o elaborados y finos vestidos de edredón. Imaginación no faltaba y el callado niño entretejía historias paralelas en las que él, seguro de si mismo, era quien deseaba ser.

……..

La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

……..

—Su hijo es muy callado, y muy bien portado.

—Si, es muy tranquilo.

Pero esa tranquilidad en el fondo inquietaba, lo suficiente para llevarlo al psicólogo en varias ocaciones. Así, pasó de tal vez ser medio autista o incluso retrasado, a tener déficit de atención. No era común ver a un niño jugando solito con las hormigas, hojeando páginas de libros que apenas podía leer o simplemente quedarse sentado observándolo todo sin emitir ruido alguno. Pero ante todo, no era ni común ni grato que continuara orinándose noche tras noche. En efecto, era un niño «rarito», de cuerpo «menudito», de expresivos ojos oscuros, delgados labios y una ocre tonalidad de piel. Coronado por una abundante cabellera que solía esponjarse como algodón de azúcar. Sus manos alargadas delataban cierta delicadeza, y siempre derechito —como soldadito— recuerdo de una abuela casi militar. Captar la atención no era la mayor de sus cualidades, cuestión que acarreaba la necesidad de tragarse sus infantiles frustraciones, que no eran pocas. Algo sucedía en su mente, algo le inquietaba, cosas revoloteaban en su cabeza que lo distraían del mundo, que lo desconectaban de su realidad. No racionaba al ritmo de los demás, los niños a menudo lo aburrían y el salón de clases era un continuo infierno. En síntesis, él no era normal, pero tenía que intentar serlo, por su madre, por su padrastro, por sus amigos y maestros de la escuela y por todos los que lo veían con ojos de condescendencia, esa maldita expresión de lástima que debería quedar prohibida a la vista de los niños. O tal vez no, ¿quiénes seríamos ahora sin nuestro sinuoso pasado?

……..

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa 
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, 
tener alas ligeras, bajo el cielo volar; 
ir al sol por la escala luminosa de un rayo, 
saludar a los lirios con los versos de mayo 
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

……..

En algún momento el niño de nuestra historia se rindió, guardo sus alas de cuento y las ocultó, preciosas, en un cajón secreto de su viejo ropero. Decidió intentar adaptarse a las circunstancias que lo rodeaban, decidió no ser más un pez, tampoco una princesa, no sería más un ave ni un rey oriental, tampoco el poeta de su libro favorito. Ya no quería pensar, porque pensar era lo único que sabía hacer y ello implicaba preguntárselo todo, y preguntárselo todo implicaba parecer estúpido. Los niños listos no preguntan tanto, lo asumen y solo piensan en jugar; corren sin miedos, hacen travesuras y se divierten como enanos con otros de su especie… mala suerte. Entonces, nuestro niño aceptó cabizbajo su destino, sería él condescendiente con el resto, aceptaría sus reglas y aprendería lo que se es normal, la conducta adecuada. Se ocultaría bajo la máscara temprana de quien se sabe diferente y tiene que pagar el precio. El telón del teatro se había abierto.


Resulta interesante lo fácil que es olvidarnos de nuestra infancia, por lo menos de lo que por alguna razón evitamos recordar, nos referimos a la niñez como algo ajeno, que ya no nos corresponde y desde esa insana lejanía intentamos educar a nuestros hijos. Resulta irónico que en la misma dimensión en que de niños ocultamos lo que nos avergüenza, de grandes continuamos avergonzándonos de ese niño triste que —en mayor o menor medida— todos fuimos, y terminamos por abandonarlo en lo más recóndito de nuestra psique. Por miedo a reconocernos quizás, a conmovernos de nuestro infantil pasado, a sentir lástima de nosotros, sin darnos cuenta que, ese niño sentado en aquella esquina requiere nuestro abrazo, ahora más que nunca, nos necesita. 


Hoy el niño de nuestro relato ya no se hace pipí, dejó de hacerlo poco a poco por hay de los trece, coincidiendo con la propia aceptación de sus diferencias y re-valoración de su intelecto. Ya no más bolsas de plástico entre las sábanas, ya no más burlas, ya no más «el meón», «el tonto», «el raro», «el joto», ya no más. La inteligencia es un rasgo que abruma a quien la posee y asusta a quienes la asimilan como un aspecto más. Habitamos un mundo donde se romantiza las ficticias cualidades del corazón y resta las de la mente. La madurez infantil suele ser desvalorizada por una irracional tendencia a tratar al infante como una sub-raza a la que hay que disciplinar y amoldar al reflejo de nuestras propias aspiraciones, olvidándonos de nuestro pasado y extrapolando complejos propios de la adultez. Hoy nuestro ahora niño-adulto ha vuelto a ser princesa, pero también es príncipe, tiene algo de mago, de artista y ya no teme enfrentarse a su sueño de poeta. Pero sobretodo, le gusta recordar, dolerse de nuevo, reconocer todo aquello que lo une a su pasado y darle gracias a ese pequeño niño por ser tan fuerte, por aguantar, por seguir adelante en su meta de vivir y no desaparecer entre selectivas memorias.

……..

—«Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—;
en caballo, con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor».

— Fragmentos de Sonatina, Ruben Darío

……..

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Capítulos anteriores  ⇓

https://milenguanativa.com/2017/08/20/el-refugio/

https://milenguanativa.com/2018/01/09/nunca-te-fuiste/

https://milenguanativa.com/2019/05/14/relatos-de-mis-multiples-infancias/

Martina

Capítulo 1 – La travesía

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Cuentan los viejos árboles del cerro alto, que sucede lo mismo cada año en el mismo día, invariablemente, como sucede todo en el polvoriento pueblo de Santa Catalina. La única calle empedrada se viste de las flores de los cuatrocientos pétalos que llegan al mercado desde los campos aledaños, y entonces las casas despiden un penetrante olor a pan y a madera quemada. Después de la obligada misa del mediodía le sigue la procesión general al camposanto, donde los deudos limpian, comen y beben sobre las tumbas de los que ya no están pero que siempre regresan, cada año en el mismo día, invariablemente, como sucede todo en el polvoriento pueblo de Santa Catalina.

La familia Rodríguez era nueva en el pueblo, llegaron una noche abrazada por los calores de mayo a la casa de la vieja Agustina y jamás se volverían a ir. Con ellos venía un perro con un par de ojos de cacahuate y orejas de piloncillo, regordete como un algodón de azúcar, de esos que venden en las ferias de marzo. Chencho —como lo llamaban— era feo como la chingada y ruidoso como el tren de los sábados del mediodía. Le gustaba tomar el sol ardiente de la blancuzca tarde en la puerta siempre abierta de la casa, velando la siesta de la vieja Agustina, recostada en su mecedora aún más vieja. Comía todo lo que encontraba en la mesa sin vigilancia, desatando los airados gritos de la vieja o los escobasos de Martina. Rompía sin compasión zapatos, bolsas para el mandado y cualquier objeto que llamase su atención. Perseguía rapaz la curiosidad de los gatos y el hambre desorientado de una que otra rata camino a la fonda de la esquina. Para colmo, el perro gruñía a todo aquel que intentaba acercarse al niño de Martina, siempre envuelto en un sarape oscuro sin hacer otra cosa más que aparentemente dormir —cosa extraña— aunque con los habitantes de la casa, Chencho, el perro, era más dulce que un pan de canela.

Los Rodríguez, según cuentan también árboles de montes circundantes, venían de un pueblo del sur a nueve días de distancia, allá donde se dan las naranjas gordas y dulces dicen los marchantes, pasando el río chico donde exactamente a las 12 p.m. cruzan las culebras de agua dulce y finalmente el río grande, donde se pescan bigotones bagres todas la mañanas. «Tuvieron que rodear la hacienda de los Albores» chismean las comadres Clotilde y Gertrudis, ya que la gigantesca hacienda está cercada por un alto muro de piedras y púas vigilada por matones centinelas, rodeando y atrapando así todo el pueblo de San Martín de la Cruz. 

—¡Y que cruz! —lamenta Gertrudis—. Pobres! tener que trabajar en esa jodida hacienda toda la vida sin poder hacer otra cosa, ¡sin poder escapar, comadre! que vida tan desgraciada, ¡que vida!

—¡Mil veces malditos esos los Albores! —Agrega ya encanijada Clotilde.

—Fue necesario atravesar dos días en burro las colinas del valle de San Mateo, —comenta rasposamente el borracho Fermín—. Yo les digo que es imposible hacerlo a pata, ahí no crecen ni árboles ni nada y el agua… ¡hum! no hay nadita a kilómetros a la redonda.

—No pos sí, sin burro esta cabrón —afianzan sus mareados compinches.

—Y ese mendigo perro feo —refunfuña el piadoso y bien alimentado padrecito Don Pedro Elizondo—. No hace más que distraer a los niños de la parroquia y orinar las bancas.

—¡Y mis macetas, padre! —levanta la voz doña Cuquita—. ¡Ese cochino y condenado perro! hay dispense padrecito, pero siempre me orina las macetas y se come mis gardenias ¡mis azaleas!

—Pos dicen que se lo encontraron en el camino antes de llegar a Santa Catalina —chismosea la recatada Prudencia—. Debajo de un almendro a la orilla del riachuelo que cruza la finca de los Elizondo, de sus primos, padre… ¿no será de ellos?

—¡Pero que cosas dices, Prudencia! un perro de esa calaña en mi familia ¡ni lo mande Dios! —sentencia el padre en un levantar de ceja.

En efecto, fue debajo de un árbol, pero de un joven ahuehuete que buscando la sombra negada días atrás en el valle de San Mateo, los sedientos Rodríguez se toparon con el redondo y fastidioso perro. Acababan de entregar como lo prometido al tigrillo, uno de los muchos burros de la finca de los Elizondo, que entre sus muchos negocios estaba el de rentar las cansadas bestias para cruzar el mortal valle.

—Que gordo está —Dice la acalorada Martina recargándose en el tronco y recibiendo así, la primera sombra de muchos días—. Mira como nos mueve la cola, Dionisio, se ve que es requete juguetón.

—Y requete feo —Arguye Dionisio liberando sus pies de sus apretadas botas—. No te encariñes, mujer, que a duras penas tenemos pa’ nosotros.

—Pues ni modo que lo dejemos aquí, pobrecito se va a morir de hambre, mira como brinca el condenado, ¡mira! —Martina acaricia la cabeza del perro viéndolo directamente a los ojos—. Tas feo… si, pero se ve que eres leal y alegre y pos, yo hasta te veo bien chulo, mi Chencho.

—¿¡Chencho!? —Pregunta de un brinco Dionisio—. Que te digo que no le pongas nombre a ese animal que no es de nosotros, ¿que tal que es de la finca?

—Que va a hacer siendo de la finca si esta re descuidado, ¡mira! parece perro de rancho, flaco y panzon.

—Pos será el sereno pero yo no cargo con más bestias que las mías.

—Pos yo soy tu bestia, y vete viendo a ver quien te hace la merienda ahora que lleguemos… y ya ni me digas nada que estoy encanijada.

—¡Oh pues! —Se lamenta un apenado Dionisio.

Así pasaron las horas debajo de aquel gallardo árbol a la orilla del riachuelo. Los Rodriguez no tardaron ni diez minutos en buscarse la mirada y otros diez en hablarse con el tono de quienes se saben suyos, los unos a los otros como los árboles a la tierra, como el agua cristalina al cauce del riachuelo, como la luna misma a la noche primorosa. Fue jugando con las marcadas protuberancias en las manos de su esposo, que Martina lo convenció de llevarse al perro. Fue con un piojito en la cabeza de su señor, que Martina le confirmó que se llamaría Chencho, y fue, una hora antes del anochecer, que Martina ofrendó el más largo de los besos a un atolondrado Dionisio, sellando así el tácito pacto. Al final y faltando una hora antes de caer la nocturna neblina sobre el valle, los Rodríguez se levantaron para emprender el último tramo de su azaroso viaje. Dionisio llevaba consigo toda la carga mientras que Martina abrazaba en su rebozo a su inmóvil hijo, envuelto en un sarape oscuro sin ninguna extremidad a la vista, cual muñeco de trapo. Martina decidió entonces no amarrar al perro convencida de que si este los seguía, sería de ellos… y así sucedió.

……..

224067_144550_1Arte Fotográfico – Juan Rulfo

 

 

* El capítulo 2 será publicado en las próximas semanas *

 

Relatos de mis múltiples infancias – Nunca te fuiste

Capítulo 2 – NUNCA TE FUISTE

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A mi padre

Un día cuatro de enero de aproximadamente 10 años murió Julian –mi padre– del cual guardo pocos recuerdos, según yo ninguno bueno. Recuerdo, por ejemplo; una mañana de mi niñez a mi abuela levantándome con prisas advirtiéndome que papá había llegado para llevarme al cine ¡al cine! entonces feliz y veloz me levanté para vestirme de inmediato, pero al salir de la recamara lo vi a él —a Julian— parado en la sala esperándome como la más fría de las columnas, y revivo mi tristeza, mi decepción porque a quién yo esperaba realmente era a papá Alfonso, el hombre que me había educado como a un hijo desde que Julian nos abandonó. La confusión de la abuela me supo amarga. Recuerdo que ese día me llevo al cine y a comer como lo prometido, y también que pase una tarde por de más extraña, deseando a cada minuto que terminara. Nada me ataba ya a él, nada en su voz me era familiar, ya no éramos padre e hijo y después de tan desafortunada tarde no volví a saber de él en años, como de costumbre. Julian se convirtió así en un recuerdo difuso, áspero, una imagen vaga que no coincidía en mi historia, la foto enmohecida en un álbum de recuerdos. Y aún parecen vivir lucidas en mi memoria las ultimas veces que lo escuché  —varios años después— cuando vivíamos de punta a punta, yo en Los Cabos y él en Cancún.  Al principio Julian buscaba conversación pero yo propiciaba no hablar con él más de lo necesario, era tan raro escucharlo llamarme <hijo>. Las últimas veces solo lo saludaba con la debida cortesía para pasarle rápidamente el teléfono a mi tía —su hermana— con quien yo vivía en los tiempos relatados. Para aquel entonces todos sabíamos que sufría una intensa depresión y que incluso había atentado contra su vida en varias ocasiones. Su voz se escuchaba pausada, melancólica, como arrastrando en cada frase el peso de su tristeza, pero a mí ello poco me importaba, lo más que podría sentir por él era lástima. Creo que él presentía su final y a los pocos días recibí una última llamada… estaba muerto.

Es curioso como el tiempo cambia las perspectivas, y al hombre que un día odié por no recibir de él más que indiferencia, hoy le agradezco con la humildad que «no me caracteriza» parte de lo que soy. A veces, me descubro viéndolo en el reflejo de mi espejo y me doy cuenta que de él guardo más de lo que hubiese imaginado y peor aún, de lo que yo hubiese querido admitir. Que más allá de un parecido físico se esconden miedos, fortalezas, debilidades, talentos y sueños compartidos. Entonces creo entenderlo, creo reconocer sus fantasmas, sus razones, lo compadezco y me compadezco a mí por juzgarlo, por odiarlo, por no buscarlo cuando quise y quisiera entonces sentir sus manos, abrazarlo, exigirle a gritos un “por qué” y entregarle sin explicaciones un “te perdono”. Decirle que el vive en mí aunque yo no quiera y que a través de mí vivirá en mi descendencia, en mi memoria y en mis letras.

Hoy, su imagen no me parece tan difusa, ya no me resulta extraño llamarle «padre», hoy mi historia con él ya no duele tanto y la integro —nuestra historia— al rompecabezas de mi vida como la más inevitable y necesaria lección. Pero la vida vaya que se empeña en sorprenderme todavía y así, el único recuerdo bueno que guardo de mi padre nació a travez de su muerte, con los libros que me dejó como herencia ¡Una total sorpresa! Una herencia que no esperaba como nunca espere nada de él. Tal vez su intuición se lo dictó, tal vez me conocía más de lo que yo alguna vez pensé, tal vez fue el peso de la sangre o una relación cósmica, tal vez es solo mi imaginación, un deseo oculto, un dulce y necesario auto-engaño, un perdón a destiempo, tal vez…

…..

Aún guardo conmigo los libros que me diste 

junto a todos los abrazos y besos negados,

guardo en años de recuerdos tus ausencias,

el impulso de tus sueños

y el peso de tus fracasos.

Guardo con mi madre todas tus caricias,

 la protección de tus brazos en los de mi hermano,

todavía tengo de ti, papá

el mismo pelo negro, salvaje y ondulado

el mismo diente chueco, tu reflejo en mis espejos, 

tengo tu altives

y el egoísmo de tus actos.

Aún guardo el tono de tu piel en la mía

y el apellido que me diste sin usarlo,

todo el amor que no te di, todo el calor de mis manos

y en mi memoria

tristes aún habitan tus ojos,

tristes aún resuenan las voces del naufragio.

En un cajón del ropero viejo de mi infancia 

guardo celoso las risas y los llantos

  y nuestras mejores fotos juntos, 

extraviadas

en un tiempo que solo existe entre memorias inventadas

y nostalgias del pasado.

…..

Tú, me debes un padre y yo aún te guardo un hijo.

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Obra pictórica del maestro Pablo Picasso (periodo rosa).

Capítulos anteriores  ⇓

https://milenguanativa.com/2019/05/14/relatos-de-mis-multiples-infancias/

https://milenguanativa.com/2019/07/03/relatos-de-mis-multiples-infancias-2/

https://milenguanativa.com/2017/08/20/el-refugio/

Flor de iguana

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Fuiste flor de café todas tus mañanas

flor de sigilo cada madrugada

de enaguas vaporosas, rústicas sandalias

fuiste noche de aguardiente

lamento de paisana.

 Olías a pan dulce

albahaca y hierbabuena

a frijoles con totopos y carne de Chinameca

olías a perfume de olvido

Florentina

a fruta madura en la mesa

noche y día.

Larga tu trenza y largas tus costumbres

añeja tu lengua, añejas tus virtudes

fuiste mujer de gruesa corteza

flor de iguana

fuiste voz de milagroso rezo

Guadalupana.

Baila esta sandunga mi flor de tehuana

luce tu ahogador de fina filigrana

brinda con mezcal de amores

abuela mía

brinda por tu muerte, brinda por la vida

que las flores del camposanto

ya no cierran… Florentina.

 

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Arte del maestro Diego Rivera

Relatos de mis múltiples infancias – El Refugio

Capitulo 1 – EL REFUGIO

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Un incontrolable entusiasmo me invadía, no paraba de ver todo el tiempo por la ventana del coche y entonces aparecía ¡el arco! y era tan alto, según yo, que tan solo era un pequeño. Al entrar por el arco de la propiedad varios perros nos recibían, pero lo que más recuerdo era un olor característico que se impregnaba en la ropa, la piel, y sospecho que hasta en la memoria porque aun siento olerlo en mis recuerdos. Entonces salía; alto, robusto, moreno y gritón… el abuelo. Su voz retumbaba en el piso como un trueno; rasposa como lija y dotada de una carcajada desafiante, atrevida. Nos recibía a besos, a abrazos que sabían a bruscos apretones advirtiendo lo inevitable; nos rodeaba entonces con sus brazos de árbol en tramposa argucia para evitar nuestra huida y nos comía las orejas a mordidas con sus dientes desgastados y filosos. Gritábamos, pero su risa era contagiosa y sus cosquillas interminables. Así nos recibía el abuelo a nosotros, sus nietos.

*A tierra húmeda, coco y aguacate, 

a palma y madera, carbon de anafre

huelen mis recuerdos, huelen incesantes*

Don Alfonso Arjona y Zetina había para aquel entonces fincado su residencia en un pequeño pueblo llamado Bacalar (Bakhalal en maya) justo a orillas de la más esplendorosa laguna mexicana, al sur del estado de Quintana Roo y muy cerca de su capital, Chetumal. Nosotros, su familia más cercana vivíamos a tan solo cinco horas en coche y procurábamos visitarlo a menudo. Mis recuerdos son muchos, algunos difusos y otros nítidos como los azules y verdes de la laguna misma. Sus cuentos de serpientes marinas, que me hacían observar desde el mirador de la casa largos ratos buscando una señal, tan solo una de la existencia de semejantes criaturas. Relatos de piratas atacando el fuerte de San Felipe y de los múltiples naufragios con baúles llenos de oros y riquezas esperando ser descubiertos. Sus historias acerca de nuestra procedencia familiar en la España andaluza y medio oriente. Su poesía, sus escritos de viejo melancólico que de alguna forma, me recuerdan tanto a la más nostálgica imagen que guardo de Ernest Hemingway.

*De selva mística y piedra,

de tierra negra y negra la sombra de tus árboles

de jade y turquesa tus aguas, tus aves,

de madera y fango y letras tu sangre,

Bacalar*

De mi abuelo heredé esa quijada puntiaguda, si… esa que hace verme la cara chueca en cualquier foto, también ese tono de piel de azúcar mezclada con canela molida, sus manos largas y expresivas de pianista ¡infinitas! surcadas por protuberantes ríos de sangre hirviente y letras; aun mas hirvientes. Sus pronunciadas entradas en la frente ¡monumentales! que francamente hubiese preferido heredar dinero, pero también heredé parte de su ser; su cinismo, su inteligencia, el trueno de su garganta y ese amor propio que lo hacia ver egoísta, tan él, tan don Alfonso.

*Soy piel de tu piel, voz de tu voz

de tu huella fértil ascendí

bugambilia en flor*

El Refugio era su casa, su palacio y en el te recibía ese arco en la entrada tan inolvidable, la casa estaba rodeada de jardines, árboles por aquí y por allá, sus escalones de piedra te invitaban a entrar y un pasillo serpenteante con columnas y techo de bambú te guiaba a la recepción, no sin antes apreciar un jardín interior rodeado por una especie de cerco de madera que lo protegía. El comedor era grande, con un pequeño teatro al fondo y en sus mesas de madera con sillas de hierro y rojos colchones disfrutábamos una de las tantas dotes del abuelo, cocinar. La casa fungía como hostal y para tal motivo contaba con numerosas habitaciones. La cocina era amplia y desorganizada y en ella el abuelo pasaba hartas horas, que a veces pienso que más que cocina era su taller y que precisamente de ahí emanaba ese olor tan característico que al Refugio distinguía. A veces me parece verlo sentado a media noche en su cocina/taller mezclando hierbas y brebajes, conjurando con el pasado y pactando con las estrellas el incierto futuro, pero algo me dice que no lo consiguió; las estrellas ya estaban muertas. En el pueblo lo llamaban don Tarot, porque leía las cartas cual místico brujo, yo más bien creo que era un charlatán, pero tenia el don de la palabra y con su voz las lanzaba filosas cortando vientos, cambiando mentes y definiendo destinos.

En mis recuerdos mi lugar favorito de la casa era el mirador, redondo, alto y con una vista que arrebataba el aliento. Su alta palapa nos protegía del sol, la lluvia y de la vida misma, parecía que ahí el tiempo transcurría diferente, lento y seguro. Me gustaba sentarme en el barandal de piedra incrustado con ojitos de turquesa que lo rodeaba y soñar, soñar que era yo el rey de ese castillo.

*En aquella casa de arcos y palapas

vive un pájaro brujo de altos vuelos,

dígame, don Tarot, si el aun me ama, 

pero si no, entonces miéntame, que yo

de amor… me muero*

Casi siempre en las mañanas bajábamos en estampida hasta el muelle, la casa se ubicaba en lo alto y un camino de tierra empinado nos dirigía a la laguna de mar, que para mi era como un mar porque esos azules no correspondían a los de una simple laguna. Teníamos que llegar hasta el final del muelle ya que la orilla era fangosa y yo temía desaparecer en el fondo de ese lodo amenazante. Clavados, muchos clavados, nadábamos hasta hartarnos y a veces, el abuelo nos paseaba en su lancha por toda la laguna presumiéndonos sus dominios, sus reinos con sus conquistas, las brechas que abrió a punta de machete y su orgulloso barco de piedra en el canal de los piratas, donde pretendía algún día poner un restaurante, ahí, en medio de la laguna ¡una completa locura! De regreso le gustaba jugar a mover la lancha violentamente de un lado a otro y a que nos hundíamos como sus cuentos de piratas y solo ahí, en ese instante… creía odiarlo.

*Cántame laguna bonita, un bolero de azul  y verde melancolía*

Cuenta la historia, la de mi madre, que el abuelo era un bohemio, cínico y desvergonzado, carismático, audaz y soñador. Cariñoso cuando su orgullo se lo permitía, hombre visionario de arrebatados impulsos, machista pero encantador, padre ausente, un zanate rechoncho de vuelos altos y penetrante graznido, que podía posarse igual en los zapotes como en los framboyanes, egoísta —ya lo dije— y gastalón como el solo. Podía apostar tanto dinero como propiedades, así lo perdía todo y así de la nada, lo recuperaba. Se cuenta que el dinero que ganaba en sus negocios solía esconderlo en latas, en diferentes rincones de cualquiera de sus casas para luego, con su alma embriagada de noche y alcohol regresar a vaciarlas y gastárselo en… da igual. En Veracruz vivían sus mujeres, sus hijos y el groso de su familia. En Bacalar solo él con sus espíritus, sus demonios y la última de sus esposas. Los Faroles y Antojitos Arjona fueron los nombres de sus restaurantes, en los que mi madre y sus hermanos junto a su familia adoptiva trabajaron día y noche, sin descanso y cuyos esfuerzos fueron la base misma de la construcción de su Casa del Refugio, ese que hoy pertenece a manos ingratas.

*Fuiste ave de alas anchas, Alfonso, muy anchas

pero de vuelos cortos, Alfonso, de vuelos cortos*

Mi abuelo hablaba mucho, demasiado, sus ojos eran grandes como dos frutos del almendro y se agrandaban más hablando de su laguna, de su querido Bacalar y de como su querido Refugio fungió como Casa de la Cultura, de sus noches de tertulias con escritores, artistas, empresarios y políticos hoy encumbrados, de como un día llego un joven descalzo desde el vecino Belize, el mismo al que luego vio convertirse en gobernador. Hablaba también de Veracruz, de su blanca ciudad de Mérida y su familia a la que dejo siendo muy joven para aventurarse recorriendo México. De Victoria, de Jose y el resto de sus hermanos, de su familia adoptiva y solo un día, uno de los últimos, hablo de ella, a la que él en sus recuerdos o mentiras llamaba Teresa; mi abuela, la que fue el amor de su vida, la que llego en un barco a México de quien sabe donde y se fue dejando un aura de misterio, tres niños y un corazón roto. Entonces descubrí que el abuelo también lloraba y que los ojos de mi madre le recordaban a ella, el más amado de sus ayeres.

*Te perdono mis noches de madrugada y sal

mis lunas de lamentos, mis olas tristes de mar.

Te ofrendo, si regresas, mis cantos de quetzal

y un barco de piedra en la laguna de Bacalar*

 A veces pienso en el abuelo como un amigo cercano, alguien con quien comparto tantas similitudes que, de repente, me lo imagino vivo, sentado bajo la palapa grande del mirador viendo su laguna y yo junto él, con su risa y yo con la mía, ambas descaradas, atrevidas, alborotando la noche y las palmeras del trópico. A veces lo extraño como extraño su casa, mi castillo; ese Refugio con sus pericos despertándome por las mañanas, con nosotros sus niños corriendo en los pasillos y escondiéndonos bajo arboles de papaya, de orégano y de limón, matando bichos, descubriendo rincones, escondites y si… aun me veo acariciando esos ojitos de turquesa con mis pequeños dedos, imaginándome venciendo a los piratas, a las gigantes serpientes y llevándome en una lancha sobre la laguna un gran tesoro conmigo.

Capítulos anteriores:

https://milenguanativa.com/2018/01/09/nunca-te-fuiste/

https://milenguanativa.com/2019/05/14/relatos-de-mis-multiples-infancias/

https://milenguanativa.com/2019/07/03/relatos-de-mis-multiples-infancias-2/

Los tres nudos

La viga trabada del tejaban sería la que sostendría el jalón. Limpió con periódicos del piso de cemento el reguero de agua que le escurrió por las piernas, y que era también el inconfundible aviso de que la hora había llegado. Se desvistió y sólo dejo resbalar su reboso desde la cabeza a la cintura, el cual uso para hacer un nudo ciego y apretado por el frente de su embarazado abdomen, ahí a bajito de sus pechos. Antes de que los dolores le restaran fuerzas lanzo por encima de la viga una punta del largo retaso de manta que desde hacia tiempo tenia preparado para ese propósito, y de nuevo con un nudo ciego amarro las dos puntas de la blanca tela y formo un columpio, lo probo poniendo este nudo en su espalda y haciendo horquillas con sus axilas de manera que la altura al colgarse y columpiarse la dejara sentarse en cuclillas y así resistió el primer dolor, uno de esos fuertes, se colgó, enredo dos veces sus antebrazos en la manta y pujo tan fuerte que el nudo del rebozo en su abdomen se aflojo, la fuerza de gravedad y el tirón lo acomodaron. Tan pronto como se recupero de este dolor se apresuro a colocar cobijas, periódicos y mas mantas limpias debajo de aquel columpio. Ya no podía caminar solo esperaba que la mandadera, una niña 6 años hubiera llegado rápido y encontrado a la partera del lugar, para que ella se encargara del agua caliente y las tijeras. Sentir un dolor y respirar entre una cosa y la otra lo único que se sentía confortable era el estar colgada de aquel columpio.

Durante todo este transe de estar entre la vida y la muerte y sola en aquella casita, solo Pensaba en su patrona una señora Alemana y que era muy buena con ella y su dos hijas rubias y muy bonitas, y pensaba también en el esposo de esta que siempre le daba miradas frías casi como ignorando su presencia cuando por algún motivo se topaba con el al limpiar esa mansión donde trabajaba, esa mirada de ojos verdes como lagos la hacia divagar entre dolor y dolor. Su manos morenas retorcieron la manta hasta casi quedar blancas por cortar la circulación, gritó con toda su alma y el sonido de algo descuajaringado cayendo en blandito la callo. Por fin dejo de jalar el columpio y se descolgó de el, se recostó en las cobijas y recogió al recién nacido, limpió su carita con las manos y lo hizo respirar, y por tercera ocasión amarro un nudo ciego en el cordón de union. El agotamiento y el tratar de recuperar la respiración la pusieron a dormir. La despertó el llanto del niñito, se incorporo y le ofreció el pecho, y lo envolvió con las mantas. La imagen aquella era contradicción pura entre fortaleza y fragilidad.Tal hizo que la partera al llegar se apresurara a limpiar sus partes y asegurarse de que todo lo que debería estar afuera estuviera. Sin mucho que hablar le dijo «criatura lo hiciste tu solita».

Corto el cordón, la limpio, le trenzo el pelo y ya fajada y tratadas sus partes con ungüentos, desinflamantes y selladores la madre rompió el silencio y le dijo a la comadrona, «nació con los ojos abiertos, y son verdes zarcos como los de aquel» y la vieja mujer con las manos atareadas y el delantal sucio le dijo «la criatura esta muy sana y alerta ya lo vi, si no quieres perder tu trabajo le voy avisar a tu patrona que el infante nació muerto y asunto terminado o que crees que harán cuando se den cuenta de que el hijo barón de Don Hans nació solito y de ti. <<< Te Lo Quitan Mija >> Doña Yolanda ya no le puede dar otro hijo.

Escrito por…  Amparo Amezquita

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La loca del tren

Un melodioso taconeo hizo eco en el pasillo. Zapatillas desgastadas color fuego anunciaban escandalosas su entrada al interior de la estación. Las medias de encaje carcomidas envolvían sus gruesos muslos y a lo largo del andén, las luces parecían alumbrar a la mujer como si desfilara sobre una pasarela de miserias humanas. Caminaba nerviosa, dubitativa, mirando con temor a todos lados y dejando grabadas huellas de celeridad en los fríos azulejos de la terminal, junto a muchas otras marcas imperceptibles, entre el ir y venir de los transeúntes. 

El enjambre de pelo sucio y desteñido escondía lo que en otros tiempos fuera la imagen inmaculada de una bella dama. Su rostro desprendía costras de olvido, revelando fatiga en su mirada. Sus labios resecos y quebrados habían olvidado el sabor del hilo carmesí que discreto iluminó un día su boca enamorada.

Caminó hasta el final del corredor, se acomodó en el suelo y fue formando un asiento con de cartones y ropa vieja. De unas de las bolsas saco un gorro sucio y humedecido y comenzó a hablar en voz alta e incomprensible. Sus palabras se perdieron entre el acelerado ritmo de los viajeros que con miradas despectivas pasaban de largo y la ignoraban. Con una de sus manos, saco inquieta un cigarrillo. El humo empezó a esfumarse detrás de su cabellera, buscando un lugar en lo más profundo de sus pensamientos para tratar de empañarlos.

– No se te ocurra decir una sola palabra porque te mueres, ¿entendiste?

¡En ese mismísimo instante, te mueres!

Las palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, sonando como una cantaleta absurda que había estado taladrando lentamente la fragilidad de sus sentidos. Aspiro profundo y ahogando una bocanada en su garganta, sintió un sabor amargo y asqueroso que revolvió sus entrañas.

Se incorporó como pudo y arrastrándose hacia las vías del tren, vomitó. Sus ojos se desorbitaron y se quedaron mirando hacia un punto fijo y perdido entre los rieles. Permaneció ahí quieta, hipnotizada por los escombros de la mente.

– Puja más fuerte, ya casi lo tenemos, sigue pujando con fuerza.

– ¡Siento que me muero!, ¡quiero morder algo, lo que sea pa’ espantar el dolor!

– Tranquila, lo has logrado, ¡has traído al mundo a tu hijo, es un varón!

El alumbramiento terminó y la joven sintió correr ligeras gotas de sudor por su frente, sudor que se perdió y confundió con las lágrimas de gozo de una madre. La partera la limpió, preparó al niño y lo colocó en su regazo. La mujer cerró sus ojos y acarició a su pequeño; lo besó amorosa y ambos durmieron profundo. Suspirando entre sueños, pensó que por fin la felicidad había llegado a su hogar.

Un par de semanas después, el padre de su hijo apareció de repente, todito alcoholizado, envuelto en un ataque de cólera y celos injustificados. La golpeó hasta cansarse, le arrebató al chiquillo de sus brazos y se lo llevó. Cuando volvió, ya no traía al niño y sólo gritaba:

– No se te ocurra decir una sola palabra porque te mueres, ¿entendiste?

¡En ese mismísimo instante, te mueres!

El silbido del tren despertó a la mujer de su trance, de las crueles imágenes de los fantasmas del pasado. Regresó con paso lento y confuso a su rincón, al espacio que se había convertido en su nueva casa. Se sentó y acariciando el gorro que tenía entre sus manos comenzó a hablar en voz alta e incomprensible. Sus palabras se perdieron entre el acelerado ritmo de los viajeros que con miradas despectivas pasaban de largo y la ignoraban.

Escrito por… Adriana Bataille

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La pila de agua

En el penumbroso traspatio, después de lavar la ropa esa noche de verano a las 3 de la mañana, el mezcal, la mujer y la luna, en encuentro improvisado, tienen como testigo a la enorme higuera que da sombra al lavadero y a la refrescante y pintada de azul pila de agua. En una mano con el abanico abierto soplando directo al pecho, ya con el agua entallando su cintura en la pila, con sudor que pone brillo a la fantasiosa cara, el refajo que la viste al remojarse trasluce las historias que su ensanchado cuerpo guarda. Mira hacia arriba a buscar la luna, al encontrar su luz celeste le dice, “‘eres bella igual que vieja”. Se desata el pelo y sonríe y la punta de su barba pone en alto, el cuello para atrás estira y su larga cabellera flota en la orilla de la pila. Con la botella de mezcal en la otra mano voltea de reojo a un lado, se le antojan los morados frutos de la higuera pero no puede alcanzarlos sin salirse de la frescura del agua.

Esta noche como nunca se propuso recordar a los hombres que ha amado. Suelta el abanico y le sorbe a la botella, vierte los restos del mezcal en el agua, brinda sus calores y el insomnio de señora, bebe por los amores que fueron y por aquel que le dijo que no, suspira. Esa noche de verano a las 3 de la mañana nada cambiaría ella por esa inquietud en su alma y se sumerge completa, en la pila se revuelve el mezcal, el sudor y el agua, esa poción iluminada por un buen rayo de luna y en esa precisa hora se convierte en mágica, resurge aún más brillosa y le agrandan las ganas no solo por los dulces frutos, sino porque aquel que le dijo que no, saliera de entre la higuera, le trajera a probar los higos y la acompañara a bañarse ahí, en lo azul de la pila de agua.

Escrito por… Amparo Amezquita

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