Ciudad Serpiente

A la ciudad donde nací… Cancún. 

 

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En esta ciudad imaginaria,

las calles se bifurcan contrariadas de todo sentido,

no lo tienen, no lo buscan y continúan

renuentes un trazo confundido, nunca recto.

Su centro de caracolas marinas, suerte de casas

en contornos circulares,

entre camellones de almendros y framboyanes,

entre sinfonías de trinos a media tarde

y una húmeda ventisca de coral, se asemeja

—en armoniosa discordancia—

a un perfecto nido de serpientes.

 

En esta ciudad abstracta 

las palmas agachan sus coronas

en reverencia sacerdotal

y las huellas en la arena duran

lo que dura el desembarco de nuevos habitantes.

La central ruge a diario y el aeropuerto también.

Las avenidas se alargan de cansancio,

de nuevos avatares por venir 

y Kukulcán reposa su mirada de tarde, rosácea,

sobre las palmas agachadas.  

 

Mi casa —en este lugar de piedra—

se ubica donde las iguanas son de jade

y los mangles verdes de vida

y anidan particulares sueños y pesares.

Está donde las gaviotas reclaman nuevos soles.

La isla donde amanece un mar y anochece una laguna.

Mi casa se alza en dunas de pioneros recuerdos,

el primario palpitar de una ciudad nacida sobre ruinas

y que adormece acalorada y tibia.

 

Es la tempestad —vientos de secular sabiduría—

el molde de sus brazos, de sus líneas,

es la lluvia traslúcida viajera su agonía,

el llanto de un ardor que no cesa,

cuando los montes se alejan, cuando su selva se quiebra

y cruje.

Es la tempestad azul brasa, melancolía,

un grito ahogado de nostalgia, y el anuncio

de modernos horizontes.

Un prisma multicolor que crece, fecundo,

en su interior de madreselva,

—trémulo vientre—.

Y un aeropuerto sigue rugiendo,

una central que efervesce, grandes avenidas hirvientes

cuál venas la abastecen sin cesar.

 

En esta ciudad

El mono ya no aúlla sobre sus ramas,

ni el curioso venado merodea las periferias.

Nuevos trinos le despiertan, otros los aullidos,

nuevas huellas marcan su alfombra lodosa y hueca.

Otros vástagos le habitan y susurran.

En esta ciudad de antiguos ecos,

mi casa está donde la brisa,

donde el puente cruza verdes y reptiles universos

y la muerte tiene un sabor a sal.

Nací serpiente…

de un nido que tiene por techo mil soles y lunas,

por sótano el inframundo y un cocodrilo guardián.

 

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Cattie Coyle Photography

 

El amor en los ojos de Jaime Sabines – Poesia Mexicana

 

Los amorosos

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

 

Te desnudas igual… 

Te desnudas igual que si estuvieras sola
y de pronto descubres que estás conmigo.
¡Cómo te quiero entonces
entre las sábanas y el frío!

Te pones a flirtearme como a un desconocido
y yo te hago la corte ceremonioso y tibio.
Pienso que soy tu esposo
y que me engañas conmigo.

¡Y como nos queremos entonces en la risa
de hallarnos solos en el amor prohibido!
(Después, cuando pasó, te tengo miedo
y siento un escalofrío.)

 

Mi corazón emprende… 

Mi corazón emprende
de mi cuerpo a tu cuerpo último viaje.
Retoño de la luz,
agua de las edades que en ti, perdida, nace.
Ven a mi sed. Ahora.
Después de todo. Antes.
Ven a mi larga sed entretenida
en bocas, escasos manantiales.
quiero esa arpa honda que en tu vientre
arrulla niños salvajes.
Quiero esa tensa humedad que te palpita,
esa humedad de agua que te arde.
Mujer, músculo suave.
La piel de un beso entre tus senos
de oscurecido oleaje
me navega en la boca
y mide sangre.
Tú también. Y no es tarde.
Aún podemos morirnos uno en otro:
es tuyo y mío ese lugar de nadie.
Mujer, ternura de odio, antigua madre,
quiero entrar, penetrarte,
veneno, llama, ausencia,
mar amargo y amargo, atravesarte.
Cada célula es hembra, tierra abierta,
agua abierta, cosa que se abre.
Yo nací para entrarte.
Soy la flecha en el lomo de la gacela agonizante.
Por conocerte estoy,
grano de angustia en corazón de ave.
Yo estaré sobre ti, y todas las mujeres
tendrán un hombre encima en todas partes.

 

Tu cuerpo está a mi lado

Tu cuerpo está a mi lado
fácil, dulce, callado.
Tu cabeza en mi pecho se arrepiente
con los ojos cerrados
y yo te miro y fumo
y acaricio tu pelo enamorado.
Esta mortal ternura con que callo
te está abrazando a ti mientras yo tengo
inmóviles mis brazos.
Miro mi cuerpo, el muslo
en que descansa tu cansancio,
tu blando seno oculto y apretado
y el bajo y suave respirar de tu vientre
sin mis labios.
Te digo a media voz
cosas que invento a cada rato
y me pongo de veras triste y solo
y te beso como si fueras tu retrato.
Tú, sin hablar, me miras
y te aprietas a mí y haces tu llanto
sin lágrimas, sin ojos, sin espanto.
Y yo vuelvo a fumar, mientras las cosas
se ponen a escuchar lo que no hablamos.

 

Te quiero a las diez de la mañana

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

 


 

El último amanecer

Por Patricia Bañuelos

Desde la cama te miro de pie junto a la venta a contra luz. Sé que afuera, un poco más allá de ti, hay un mar llenándose de sol. Palmeras que se mecen, casas blancas que descienden hasta la playa ostentando en sus tejados bugambilias de colores. Tu mirada se pierde en el glorioso despuntar del día, las irreverentes gaviotas surcan el cielo dejando ecos de graznidos al vuelo.

El mundo se colapsa mañana, no me importa perder el amanecer. Me quedo en la cama sintiendo el viento que hace volar las cortinas junto a ti. Me quedo aquí con la esperanza de que regreses al espacio de sábanas revueltas antes de que pierdan la tibieza que has dejado en ellas.

El perfil de tu silueta se interpone en mi campo de visión. El mundo se colapsa mañana y no habrá otro amanecer. Cambié el mar infinito por el paisaje de tu cuerpo desnudo, por viajar con la mirada entre los pequeños y suaves rizos que cubren tu piel. Puedo ver el cigarro ir y venir a tu boca, el humo que emana nubla el sol que arborece y llena la habitación de olor a tabaco en combustión. Ayer te hubiera odiado por eso. Hoy quisiera hacer eterno el momento.

Me miras y sonríes, vuelves a llevar ese maldito cigarro a tu boca. Regresas la mirada a la inmensidad que está detrás de la cortina, más allá de mí. Tu imagen me tiene atrapada, el mundo se colapsa mañana y yo bendigo el haber perdido su último amanecer.

 

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Arte – Nelina Trubach-Moshnikova

 

 

La Palma


Poema seleccionado para la antología «El Juego de la Lotería» en el Segundo Certamen Literario en Español – Seattle Escribe 2018.



Me gusta observar el mar desde mis sueños,
me gusta.
.
Ese aletear de gaviotas,
pequeños fantasmas ingrávidos, plenos.
Y enterrar mis pies calientes en la arena fresca,
dejarlos que busquen lo que no hallan en sus pasos,
en su andar inseguro de concreto,
de piedra.
.
Me gusta observar los mangles robustos de vida,
de hojas gruesas y apasionadas
de ramas torcidas, bruscas y directas.
Caminar, caminar sobre la orilla de una playa
que la pienso solo mía,
hasta donde me alcance la vista,
 la comparto al sol y él la viste dorada.
.
Aquí no hay hombres… solo playa.
.
El mirador sobre la duna me saluda
y las gordas iguanas,
la ventisca de sal los labios me salan
y me despeina, me acaricia
arremolina los miedos, se los lleva,
y el mirador me observa
desde la duna alta, muy alta.
.
Aquí no hay hombres… solo playa.
.
Me invento un faro en una isla
pequeña de rocas y mangles
y una virgen azul incrustada en la base
y yo la llamo mi madre.
.
Me invento un barco al horizonte
lejos, muy lejos y alejándose
con un asta y banderas blancas
y yo lo nombro mi padre.
.
 Una alta palma observándolo todo,
verde y frondosa, silueta curvada
la admiro
y pienso, pienso,
aquí no hay hombres, solo el mar,
solo dunas y la brisa
y mis pies se vuelven raíces,
mis recuerdos risas
y mis manos
sueltas y ruidosas como gaviotas escapan;
 no quiero regresar, no quiero,
quiero mi playa.
.
Aquí no hay hombres, pienso
y pienso,
sentado sobre la arena y mi cama,
me apunto a la cabeza
y pienso,
jalo el gatillo
y pienso… yo soy la palma.
.

 

El Perro y la Luna

 

 

Inspirado en la obra del maestro Rufino Tamayo. 

Y yo estaré ahí, con la Luna, esperándote. Fue lo que dijo una anciana Chata a su negro perro, el Trino, acariciándole la cabeza una noche de luna llena. Aunque el Trino, carente de entendimiento en el lenguaje humano, logró intuir que esa imagen redonda y brillante a lo lejos, a la que llamaban Luna, estaba relacionada con su diálogo con la anciana. Esa noche fue especial por que comieron harto. Por donde pasaran los humanos les daban comida y a él le acariciaban su rechoncha barriga, su cola erguida como una lanza y esas orejas de piloncillo -según la Chata-. Entonces ambos se acercaban a las tumbas llenas de flores y velas y humos. Ella se sentaba a dialogar con otros humanos y el Trino se acostaba entre sus pies paciente. Ella lo presentaba y los humanos le sonreían, algunos niños corrían con él y lo perseguían, y él a ellos. Esa noche fue especial, por que comieron mucho ¡muchísimo! y por que la Chata estaba ahí con él… contenta.

El Trino no lo sabia pero en México esa noche también era especial para los humanos, lástima que durara tan poco, pensaría tal vez. Al amanecer todo seguiría igual debajo del puente. Las mismas caminatas de ambos -la anciana y el perro- buscando comida entre botes de basura y en las esquinas, las mismas peleas de ella con otros humanos de calles aledañas, las mismas horas en el piso de la parada de autobús esperando a recibir migajas, las mismas faenas eludiendo humanos molestos, esos que te patean a la menor provocación, esos que te avientan piedras, agua o gritos sin motivos. Esos que no toleran que estés cerca de ellos. Aunque la Chata siempre estaba ahí, defendiéndolo. Y el a ella.

Hoy el Trino se levanta de un brinco, y no es para menos con semejante patada. Huye del callejón y corre pegadito a la pared por que le dan miedo los coches que pasan veloces y que han matado a tantos como el. Algo le gruñe en la panza y recuerda que tiene hambre, lo que ya no recuerda es cual fue su último bocado. Se siente cansado y se le nubla la vista a ratos. El ruido de la ciudad lo mantiene alerta. No sabe a donde ir.

De repente, un humano estira la mano y le tira un trozo de pan, el perro lo toma y corre a una esquina con el pan en el hocico, lo deja en el suelo un segundo y observa al humano con la cola y orejas para arriba; le lanza un trino. Así les llamaba la Chata a sus ladridos, que eran como los trinos -decía- de los negros zanates (pájaros) del parque al que juntos iban. Entonces la Chata lo apretaba fuerte contra ella y le besaba las orejas y el negro perro le brincaba alrededor regalándole hartos ladridos ¡trinos! como a ella le gustaban.

El perro come su pan.

La noche cae blancuzca sobre la ciudad, los coches se vuelven luciérnagas ruidosas y el frío arremete como cuchillos en los huesos del ahora flaco perro. La vista ya no le alcanza para ver más allá de una calle y se sienta a esperar recargado en una esquina del centro histórico, como una gárgola más del centenario palacio. Ya no recuerda eso que ha intentado no olvidar, pero no olvida esperar, y espera. Así, pasan los tiempos que el tímido perro no sabe medir, solo los siente en sus pies, en su boca seca y unas orejas que ya nadie toca. El trino suspira y observa los humanos caminantes y ciegos de el, de su ansiosa mirada, de su atención. Algo lo guía tres calles arriba y encuentra una manada de perros rebuscando en los tambos de basura, los reconoce y se une a la búsqueda. No encuentran mucho pero emocionados juegan y se olfatean como tratando de convencerse que están ahí y que siguen vivos. Un chorro de agua cae intempestivo del cielo acompañado de improperios y entonces la manada huye con la noche a cuestas. Esa noche el Trino regresa al puente y duerme debajo de el.

Transcurre otro día, pero en este la tarde languidece lenta y naranja como flor de cempasúchil. Los humanos se comportan diferentes, el entorno huele diferente. Un cansado Trino avanza con éxtasis un camino muchas veces recorrido. Las plazas se llenan de voces y máscaras y puestos de comida, pero el animal avanza rápido, esquivando coches y multitudes, sin detenerse mientras la noche cae tibia sobre la calle. Por fin llega al panteón que luce lleno de flores y velas y humos. Merodea entre tumbas y humanos y come de los restos que caen, que le avientan, que encuentra pisoteados entre los pasillos. Algo recuerda y lo siente en su pecho, pero no sabe que.

Avanza de nuevo y esta vez hacia el puente. Al llegar, observa una luna gorda y luminosa posarse por encima de los arboles y entonces parece recordar. –Esta ahí, esperándome –se dice. Lanza aullidos llamándola y dando vueltas sobre la calle solitaria, sollozando. La luna responde destellante y el viejo Trino busca refugio debajo del puente; ya no esta triste, solo impaciente y se acuesta a esperar.

Ya no despertará.

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Perro de Luna – Rufino Tamayo

Yo pregunto – Un poema de Nezahualcoyotl

 

Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:

¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
Nada es para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.


 

Niqitoa ni Nesaualkoyotl:

¿Kuix ok neli nemoua in tlaltikpak?
An nochipa tlaltikpak:
san achika ya nikan.
Tel ka chalchiuitl no xamani,
no teokuitlatl in tlapani,
no ketsali posteki.
An nochipa tlaltikpak:
san achika ye nikan.