A mi niño…

Un feliz Día del Niño a todos. 

Si tu supieras todo lo que la vida te depara en el mañana, mi querido niño, te pondrías triste. Porque no existen las aventuras por el mundo como las imaginaste, ni todas esas riquezas que ambicionaste o la tan ansiada fama con la que ahora sueñas justo antes de dormir ¿Cómo explicarte que la felicidad ¡ha, mi pequeño! se aprecia tan diferente desde aquí, éste rincón extraño llamado futuro? Pero, no te pongas triste, por que a cambio —tienes que saber y espero pongas atención— el futuro resulta en sí mismo como las fantasías de tus cuentos a los que aludes inverosímiles significados, o como esos poemas que relees neciamente aunque aún no del todo los entiendas. El futuro si te sorprenderá, y mucho, pero de forma inesperada. Otras serán tus aventuras y de otros valores tus riquezas. Gozarás una felicidad que, no sé si sea mejor de la que imaginamos, pero será real.

Ya no te preocupes tanto —he aquí un secreto— y disfruta de ser quien eres; no te de miedo ver dentro de tí, de esa cabeza que todo lo piensa en preguntas, la mayoría sin respuesta; constrúyete fuerte —como tus dinosaurios— para ese futuro especial que te aguarda, que no será fácil pero si completamente tuyo.

Ya no busques más donde no encontrarás nada, mi niño y busca donde sabes que se esconde tu sonrisa. 

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Ciudad Serpiente

A la ciudad donde nací… Cancún. 

 

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En esta ciudad imaginaria,

las calles se bifurcan contrariadas de todo sentido,

no lo tienen, no lo buscan y continúan

renuentes un trazo confundido, nunca recto.

Su centro de caracolas marinas, suerte de casas

en contornos circulares,

entre camellones de almendros y framboyanes,

entre sinfonías de trinos a media tarde

y una húmeda ventisca de coral, se asemeja

—en armoniosa discordancia—

a un perfecto nido de serpientes.

 

En esta ciudad abstracta 

las palmas agachan sus coronas

en reverencia sacerdotal

y las huellas en la arena duran

lo que dura el desembarco de nuevos habitantes.

La central ruge a diario y el aeropuerto también.

Las avenidas se alargan de cansancio,

de nuevos avatares por venir 

y Kukulcán reposa su mirada de tarde, rosácea,

sobre las palmas agachadas.  

 

Mi casa —en este lugar de piedra—

se ubica donde las iguanas son de jade

y los mangles verdes de vida

y anidan particulares sueños y pesares.

Está donde las gaviotas reclaman nuevos soles.

La isla donde amanece un mar y anochece una laguna.

Mi casa se alza en dunas de pioneros recuerdos,

el primario palpitar de una ciudad nacida sobre ruinas

y que adormece acalorada y tibia.

 

Es la tempestad —vientos de secular sabiduría—

el molde de sus brazos, de sus líneas,

es la lluvia traslúcida viajera su agonía,

el llanto de un ardor que no cesa,

cuando los montes se alejan, cuando su selva se quiebra

y cruje.

Es la tempestad azul brasa, melancolía,

un grito ahogado de nostalgia, y el anuncio

de modernos horizontes.

Un prisma multicolor que crece, fecundo,

en su interior de madreselva,

—trémulo vientre—.

Y un aeropuerto sigue rugiendo,

una central que efervesce, grandes avenidas hirvientes

cuál venas la abastecen sin cesar.

 

En esta ciudad

El mono ya no aúlla sobre sus ramas,

ni el curioso venado merodea las periferias.

Nuevos trinos le despiertan, otros los aullidos,

nuevas huellas marcan su alfombra lodosa y hueca.

Otros vástagos le habitan y susurran.

En esta ciudad de antiguos ecos,

mi casa está donde la brisa,

donde el puente cruza verdes y reptiles universos

y la muerte tiene un sabor a sal.

Nací serpiente…

de un nido que tiene por techo mil soles y lunas,

por sótano el inframundo y un cocodrilo guardián.

 

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Cattie Coyle Photography

 

El último amanecer

Por Patricia Bañuelos

Desde la cama te miro de pie junto a la venta a contra luz. Sé que afuera, un poco más allá de ti, hay un mar llenándose de sol. Palmeras que se mecen, casas blancas que descienden hasta la playa ostentando en sus tejados bugambilias de colores. Tu mirada se pierde en el glorioso despuntar del día, las irreverentes gaviotas surcan el cielo dejando ecos de graznidos al vuelo.

El mundo se colapsa mañana, no me importa perder el amanecer. Me quedo en la cama sintiendo el viento que hace volar las cortinas junto a ti. Me quedo aquí con la esperanza de que regreses al espacio de sábanas revueltas antes de que pierdan la tibieza que has dejado en ellas.

El perfil de tu silueta se interpone en mi campo de visión. El mundo se colapsa mañana y no habrá otro amanecer. Cambié el mar infinito por el paisaje de tu cuerpo desnudo, por viajar con la mirada entre los pequeños y suaves rizos que cubren tu piel. Puedo ver el cigarro ir y venir a tu boca, el humo que emana nubla el sol que arborece y llena la habitación de olor a tabaco en combustión. Ayer te hubiera odiado por eso. Hoy quisiera hacer eterno el momento.

Me miras y sonríes, vuelves a llevar ese maldito cigarro a tu boca. Regresas la mirada a la inmensidad que está detrás de la cortina, más allá de mí. Tu imagen me tiene atrapada, el mundo se colapsa mañana y yo bendigo el haber perdido su último amanecer.

 

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Arte – Nelina Trubach-Moshnikova

 

 

La Palma


Poema seleccionado para la antología «El Juego de la Lotería» en el Segundo Certamen Literario en Español – Seattle Escribe 2018.



Me gusta observar el mar desde mis sueños,
me gusta.
.
Ese aletear de gaviotas,
pequeños fantasmas ingrávidos, plenos.
Y enterrar mis pies calientes en la arena fresca,
dejarlos que busquen lo que no hallan en sus pasos,
en su andar inseguro de concreto,
de piedra.
.
Me gusta observar los mangles robustos de vida,
de hojas gruesas y apasionadas
de ramas torcidas, bruscas y directas.
Caminar, caminar sobre la orilla de una playa
que la pienso solo mía,
hasta donde me alcance la vista,
 la comparto al sol y él la viste dorada.
.
Aquí no hay hombres… solo playa.
.
El mirador sobre la duna me saluda
y las gordas iguanas,
la ventisca de sal los labios me salan
y me despeina, me acaricia
arremolina los miedos, se los lleva,
y el mirador me observa
desde la duna alta, muy alta.
.
Aquí no hay hombres… solo playa.
.
Me invento un faro en una isla
pequeña de rocas y mangles
y una virgen azul incrustada en la base
y yo la llamo mi madre.
.
Me invento un barco al horizonte
lejos, muy lejos y alejándose
con un asta y banderas blancas
y yo lo nombro mi padre.
.
 Una alta palma observándolo todo,
verde y frondosa, silueta curvada
la admiro
y pienso, pienso,
aquí no hay hombres, solo el mar,
solo dunas y la brisa
y mis pies se vuelven raíces,
mis recuerdos risas
y mis manos
sueltas y ruidosas como gaviotas escapan;
 no quiero regresar, no quiero,
quiero mi playa.
.
Aquí no hay hombres, pienso
y pienso,
sentado sobre la arena y mi cama,
me apunto a la cabeza
y pienso,
jalo el gatillo
y pienso… yo soy la palma.
.

 

El Perro y la Luna

 

 

Inspirado en la obra del maestro Rufino Tamayo. 

Y yo estaré ahí, con la Luna, esperándote. Fue lo que dijo una anciana Chata a su negro perro, el Trino, acariciándole la cabeza una noche de luna llena. Aunque el Trino, carente de entendimiento en el lenguaje humano, logró intuir que esa imagen redonda y brillante a lo lejos, a la que llamaban Luna, estaba relacionada con su diálogo con la anciana. Esa noche fue especial por que comieron harto. Por donde pasaran los humanos les daban comida y a él le acariciaban su rechoncha barriga, su cola erguida como una lanza y esas orejas de piloncillo -según la Chata-. Entonces ambos se acercaban a las tumbas llenas de flores y velas y humos. Ella se sentaba a dialogar con otros humanos y el Trino se acostaba entre sus pies paciente. Ella lo presentaba y los humanos le sonreían, algunos niños corrían con él y lo perseguían, y él a ellos. Esa noche fue especial, por que comieron mucho ¡muchísimo! y por que la Chata estaba ahí con él… contenta.

El Trino no lo sabia pero en México esa noche también era especial para los humanos, lástima que durara tan poco, pensaría tal vez. Al amanecer todo seguiría igual debajo del puente. Las mismas caminatas de ambos -la anciana y el perro- buscando comida entre botes de basura y en las esquinas, las mismas peleas de ella con otros humanos de calles aledañas, las mismas horas en el piso de la parada de autobús esperando a recibir migajas, las mismas faenas eludiendo humanos molestos, esos que te patean a la menor provocación, esos que te avientan piedras, agua o gritos sin motivos. Esos que no toleran que estés cerca de ellos. Aunque la Chata siempre estaba ahí, defendiéndolo. Y el a ella.

Hoy el Trino se levanta de un brinco, y no es para menos con semejante patada. Huye del callejón y corre pegadito a la pared por que le dan miedo los coches que pasan veloces y que han matado a tantos como el. Algo le gruñe en la panza y recuerda que tiene hambre, lo que ya no recuerda es cual fue su último bocado. Se siente cansado y se le nubla la vista a ratos. El ruido de la ciudad lo mantiene alerta. No sabe a donde ir.

De repente, un humano estira la mano y le tira un trozo de pan, el perro lo toma y corre a una esquina con el pan en el hocico, lo deja en el suelo un segundo y observa al humano con la cola y orejas para arriba; le lanza un trino. Así les llamaba la Chata a sus ladridos, que eran como los trinos -decía- de los negros zanates (pájaros) del parque al que juntos iban. Entonces la Chata lo apretaba fuerte contra ella y le besaba las orejas y el negro perro le brincaba alrededor regalándole hartos ladridos ¡trinos! como a ella le gustaban.

El perro come su pan.

La noche cae blancuzca sobre la ciudad, los coches se vuelven luciérnagas ruidosas y el frío arremete como cuchillos en los huesos del ahora flaco perro. La vista ya no le alcanza para ver más allá de una calle y se sienta a esperar recargado en una esquina del centro histórico, como una gárgola más del centenario palacio. Ya no recuerda eso que ha intentado no olvidar, pero no olvida esperar, y espera. Así, pasan los tiempos que el tímido perro no sabe medir, solo los siente en sus pies, en su boca seca y unas orejas que ya nadie toca. El trino suspira y observa los humanos caminantes y ciegos de el, de su ansiosa mirada, de su atención. Algo lo guía tres calles arriba y encuentra una manada de perros rebuscando en los tambos de basura, los reconoce y se une a la búsqueda. No encuentran mucho pero emocionados juegan y se olfatean como tratando de convencerse que están ahí y que siguen vivos. Un chorro de agua cae intempestivo del cielo acompañado de improperios y entonces la manada huye con la noche a cuestas. Esa noche el Trino regresa al puente y duerme debajo de el.

Transcurre otro día, pero en este la tarde languidece lenta y naranja como flor de cempasúchil. Los humanos se comportan diferentes, el entorno huele diferente. Un cansado Trino avanza con éxtasis un camino muchas veces recorrido. Las plazas se llenan de voces y máscaras y puestos de comida, pero el animal avanza rápido, esquivando coches y multitudes, sin detenerse mientras la noche cae tibia sobre la calle. Por fin llega al panteón que luce lleno de flores y velas y humos. Merodea entre tumbas y humanos y come de los restos que caen, que le avientan, que encuentra pisoteados entre los pasillos. Algo recuerda y lo siente en su pecho, pero no sabe que.

Avanza de nuevo y esta vez hacia el puente. Al llegar, observa una luna gorda y luminosa posarse por encima de los arboles y entonces parece recordar. –Esta ahí, esperándome –se dice. Lanza aullidos llamándola y dando vueltas sobre la calle solitaria, sollozando. La luna responde destellante y el viejo Trino busca refugio debajo del puente; ya no esta triste, solo impaciente y se acuesta a esperar.

Ya no despertará.

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Perro de Luna – Rufino Tamayo

El dulce retorno

 

Si vuelves…

come este dulce pan que te ofrezco

y bebe del agua agradecida,

bebe del dulce néctar de la vida

que el mezcal sella en tu boca.

Si vuelves

besa la imagen tuya en mi altar

de vida,

bésala con melancolía,

con nostalgia primorosa,

deja tu huella

en mi camino de flores,

de pétalos de mil atardeceres,

déjame tu aliento en el mole,

el aguardiente de tus pasiones,

déjame ver tu recuerdo,

y tu figura en el incienso,

que la extraño tanto y tanto extraño

tu olor,

mi amor de amores.

 

Si vuelves

sóplame al oído tu regreso

dame de ti un dulce recuerdo,

el beso

que ahogue este llanto

vida mía.

 

 

 

La pequeña Marie

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