Relatos de mis múltiples infancias – Nunca te fuiste

Capítulo 2 – NUNCA TE FUISTE

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A mi padre

Un día cuatro de enero de aproximadamente 10 años murió Julian –mi padre– del cual guardo pocos recuerdos, según yo ninguno bueno. Recuerdo, por ejemplo; una mañana de mi niñez a mi abuela levantándome con prisas advirtiéndome que papá había llegado para llevarme al cine ¡al cine! entonces feliz y veloz me levanté para vestirme de inmediato, pero al salir de la recamara lo vi a él —a Julian— parado en la sala esperándome como la más fría de las columnas, y revivo mi tristeza, mi decepción porque a quién yo esperaba realmente era a papá Alfonso, el hombre que me había educado como a un hijo desde que Julian nos abandonó. La confusión de la abuela me supo amarga. Recuerdo que ese día me llevo al cine y a comer como lo prometido, y también que pase una tarde por de más extraña, deseando a cada minuto que terminara. Nada me ataba ya a él, nada en su voz me era familiar, ya no éramos padre e hijo y después de tan desafortunada tarde no volví a saber de él en años, como de costumbre. Julian se convirtió así en un recuerdo difuso, áspero, una imagen vaga que no coincidía en mi historia, la foto enmohecida en un álbum de recuerdos. Y aún parecen vivir lucidas en mi memoria las ultimas veces que lo escuché  —varios años después— cuando vivíamos de punta a punta, yo en Los Cabos y él en Cancún.  Al principio Julian buscaba conversación pero yo propiciaba no hablar con él más de lo necesario, era tan raro escucharlo llamarme <hijo>. Las últimas veces solo lo saludaba con la debida cortesía para pasarle rápidamente el teléfono a mi tía —su hermana— con quien yo vivía en los tiempos relatados. Para aquel entonces todos sabíamos que sufría una intensa depresión y que incluso había atentado contra su vida en varias ocasiones. Su voz se escuchaba pausada, melancólica, como arrastrando en cada frase el peso de su tristeza, pero a mí ello poco me importaba, lo más que podría sentir por él era lástima. Creo que él presentía su final y a los pocos días recibí una última llamada… estaba muerto.

Es curioso como el tiempo cambia las perspectivas, y al hombre que un día odié por no recibir de él más que indiferencia, hoy le agradezco con la humildad que «no me caracteriza» parte de lo que soy. A veces, me descubro viéndolo en el reflejo de mi espejo y me doy cuenta que de él guardo más de lo que hubiese imaginado y peor aún, de lo que yo hubiese querido admitir. Que más allá de un parecido físico se esconden miedos, fortalezas, debilidades, talentos y sueños compartidos. Entonces creo entenderlo, creo reconocer sus fantasmas, sus razones, lo compadezco y me compadezco a mí por juzgarlo, por odiarlo, por no buscarlo cuando quise y quisiera entonces sentir sus manos, abrazarlo, exigirle a gritos un “por qué” y entregarle sin explicaciones un “te perdono”. Decirle que el vive en mí aunque yo no quiera y que a través de mí vivirá en mi descendencia, en mi memoria y en mis letras.

Hoy, su imagen no me parece tan difusa, ya no me resulta extraño llamarle «padre», hoy mi historia con él ya no duele tanto y la integro —nuestra historia— al rompecabezas de mi vida como la más inevitable y necesaria lección. Pero la vida vaya que se empeña en sorprenderme todavía y así, el único recuerdo bueno que guardo de mi padre nació a travez de su muerte, con los libros que me dejó como herencia ¡Una total sorpresa! Una herencia que no esperaba como nunca espere nada de él. Tal vez su intuición se lo dictó, tal vez me conocía más de lo que yo alguna vez pensé, tal vez fue el peso de la sangre o una relación cósmica, tal vez es solo mi imaginación, un deseo oculto, un dulce y necesario auto-engaño, un perdón a destiempo, tal vez…

…..

Aún guardo conmigo los libros que me diste 

junto a todos los abrazos y besos negados,

guardo en años de recuerdos tus ausencias,

el impulso de tus sueños

y el peso de tus fracasos.

Guardo con mi madre todas tus caricias,

 la protección de tus brazos en los de mi hermano,

todavía tengo de ti, papá

el mismo pelo negro, salvaje y ondulado

el mismo diente chueco, tu reflejo en mis espejos, 

tengo tu altives

y el egoísmo de tus actos.

Aún guardo el tono de tu piel en la mía

y el apellido que me diste sin usarlo,

todo el amor que no te di, todo el calor de mis manos

y en mi memoria

tristes aún habitan tus ojos,

tristes aún resuenan las voces del naufragio.

En un cajón del ropero viejo de mi infancia 

guardo celoso las risas y los llantos

  y nuestras mejores fotos juntos, 

extraviadas

en un tiempo que solo existe entre memorias inventadas

y nostalgias del pasado.

…..

Tú, me debes un padre y yo aún te guardo un hijo.

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Obra pictórica del maestro Pablo Picasso (periodo rosa).

Capítulos anteriores  ⇓

https://milenguanativa.com/2019/05/14/relatos-de-mis-multiples-infancias/

https://milenguanativa.com/2019/07/03/relatos-de-mis-multiples-infancias-2/

https://milenguanativa.com/2017/08/20/el-refugio/

Seattle en llamas

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Voraz

se alimenta la ciudad,

crece con sus brazos de concreto

aplastando

la virtud primigenia,

creando ecosistemas de opulencia,

de fantasía, de miseria,

de utopía versus realidad.

La ciudad

sigue creciendo

incesante,

fría, húmeda, impaciente

con sus alimañas de acero y largos cuellos

engullendo bosques, lagos

historias, mártires,

relatos y memorias,

lavando culpas

y fortunas,

creando magnífica infraestructura

en pos

de la modernidad.

 

Brillante;

La ciudad parpadea y brilla

luminosa,

se sabe poderosa,

se viste de luces a cada noche

seduciendo una corte

de un  nebuloso palacio imperial.

Y yace,

Intoxicada

en su cuna de montañas,

 abrigada

de un verdor casi fantasmal,

sus torres

se alzan desafiantes,

punzantes,

se extienden los bulevares,

 puentes y calles,

 restaurantes,

 oficinas,

museos, casas y comercios,

plazas como templos,

palacetes,

más palacetes

y más comercios 

de momentos que satisfacen vidas, 

de verdades que saben a mentiras

y  prostitución general. 

 

Entonces;

 

El puerto se abre

apabullante 

con sus gigantes cuervos de hierro amenazante

esperando desembarcar,

 gordos peces flotantes

de Asia, Oceanía

Latinoamérica y Canadá

llegan, ofrendan

y se van.

Al sur,

el aeropuerto

fluyendo de historias, anhelos

con sus miles de divisas y pasaportes

nutriendo la ciudad.

¡Avanza!

El monoriel avanza de prisa

 desde Seatac hasta la impagable universidad,

 los coches, los taxis, camiones

se abalanzan en estampida por la grande avenida

de norte a sur y del sur al norte

cual columna vertebral.

 

 No escuchas?

 

Gritan

los habitantes gritan

frenéticos,

unos vivos y otros muertos

inocentes

e indecentes de indecible notoriedad,

escúchalos gritar

en los estadios fulgurantes,

 conciertos, 

 centros nocturnos,

parques

y calles, hospitales,

de dolor, de algarabía, de hambre,

de justicia

o en las esquinas

 vestidos de pobreza ficticia,

hambrientos de lástima,

de heroína

víctimas de un sistema que nunca es tema,

adormecidos en una brisa tóxica

llamada realidad.

Gritan también

¡Oh sagrada y ejemplar democracia!

en sus marchas

 marcadas de ambigua propaganda

de indiferencia, de verdades cortas

o verdades que queman,

los anarquistas,

 feministas,

 homosexuales,

los de la derecha reclamante y sangrante,

 la izquierda primer-mundista,

la burguesía hipsteriana,

los inconformes,

refugiados, activistas,

 absolutistas, hipócritas,

los políticamente in-correctos,

los blancos, los negros

y los blancos contra negros,

los contra todos,

los que pasaban por ahí,

y… ¡ah! los inmigrantes,

asiáticos, africanos, latinoamericanos

tratando de vivir un sueño que no existe

en la tierra de la mezquina libertad.

Pero siguen gritando

¡Obstinados!

en los jardines de Mercer Island,

 Medina y Madison Park,

en las cocinas,

los taxis,

las construcciones

con su léxico deforme

acariciando sueños de nueve dígitos

con sabor a seguro social.

 

Ronronea,

la ciudad ronronea

como gata embriagada,

mareada de prosperidad,

en sus callejones y debajo de sus puentes

con sus indigentes,

en la avenida Aurora cual caminante seductora

o en la colina con sus bares y cantinas

o en cualquiera de las esquinas

de Pioneer Square.

 

Y se ríe;

 

La ciudad se ríe descarada

no la ves?

porque se sabe idolatrada

por religiosos,

artistas,

liberales y nacionalistas,

por los que nada valen y los que lo valen todo,

la ciudad se alimenta

hambrienta

de sabios e ignorantes

seduce a los audaces,

dividiéndolos

 en etnias, géneros, lenguajes

en razas ¡como perros!

muchos prisioneros

de sus miedos e infortunios

de un gobierno tuerto, manco y mudo

y ciudades que parecen prismas

incapaces de cargar el peso de tanta diversidad.

Pero;

 

La ciudad canta ,la ciudad llora,

la ciudad vive, crea, destruye

y se transforma,

¡vibra!

a cada instante,

a cada inmigrante

a cada risa, a cada estación,

a cada muerte y a cada nacimiento,

a cada marcha y a cada grito de verdad,

a cada inversionista,

a cada orgasmo,

a cada alabanza, 

a cada árbol,

a cada ola de mar.

 

¡Larga vida a la ciudad!

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Flor de iguana

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Fuiste flor de café todas tus mañanas

flor de sigilo cada madrugada

de enaguas vaporosas, rústicas sandalias

fuiste noche de aguardiente

lamento de paisana.

 Olías a pan dulce

albahaca y hierbabuena

a frijoles con totopos y carne de Chinameca

olías a perfume de olvido

Florentina

a fruta madura en la mesa

noche y día.

Larga tu trenza y largas tus costumbres

añeja tu lengua, añejas tus virtudes

fuiste mujer de gruesa corteza

flor de iguana

fuiste voz de milagroso rezo

Guadalupana.

Baila esta sandunga mi flor de tehuana

luce tu ahogador de fina filigrana

brinda con mezcal de amores

abuela mía

brinda por tu muerte, brinda por la vida

que las flores del camposanto

ya no cierran… Florentina.

 

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Arte del maestro Diego Rivera

Relatos de mis múltiples infancias – El Refugio

Capitulo 1 – EL REFUGIO

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Un incontrolable entusiasmo me invadía, no paraba de ver todo el tiempo por la ventana del coche y entonces aparecía ¡el arco! y era tan alto, según yo, que tan solo era un pequeño. Al entrar por el arco de la propiedad varios perros nos recibían, pero lo que más recuerdo era un olor característico que se impregnaba en la ropa, la piel, y sospecho que hasta en la memoria porque aun siento olerlo en mis recuerdos. Entonces salía; alto, robusto, moreno y gritón… el abuelo. Su voz retumbaba en el piso como un trueno; rasposa como lija y dotada de una carcajada desafiante, atrevida. Nos recibía a besos, a abrazos que sabían a bruscos apretones advirtiendo lo inevitable; nos rodeaba entonces con sus brazos de árbol en tramposa argucia para evitar nuestra huida y nos comía las orejas a mordidas con sus dientes desgastados y filosos. Gritábamos, pero su risa era contagiosa y sus cosquillas interminables. Así nos recibía el abuelo a nosotros, sus nietos.

*A tierra húmeda, coco y aguacate, 

a palma y madera, carbon de anafre

huelen mis recuerdos, huelen incesantes*

Don Alfonso Arjona y Zetina había para aquel entonces fincado su residencia en un pequeño pueblo llamado Bacalar (Bakhalal en maya) justo a orillas de la más esplendorosa laguna mexicana, al sur del estado de Quintana Roo y muy cerca de su capital, Chetumal. Nosotros, su familia más cercana vivíamos a tan solo cinco horas en coche y procurábamos visitarlo a menudo. Mis recuerdos son muchos, algunos difusos y otros nítidos como los azules y verdes de la laguna misma. Sus cuentos de serpientes marinas, que me hacían observar desde el mirador de la casa largos ratos buscando una señal, tan solo una de la existencia de semejantes criaturas. Relatos de piratas atacando el fuerte de San Felipe y de los múltiples naufragios con baúles llenos de oros y riquezas esperando ser descubiertos. Sus historias acerca de nuestra procedencia familiar en la España andaluza y medio oriente. Su poesía, sus escritos de viejo melancólico que de alguna forma, me recuerdan tanto a la más nostálgica imagen que guardo de Ernest Hemingway.

*De selva mística y piedra,

de tierra negra y negra la sombra de tus árboles

de jade y turquesa tus aguas, tus aves,

de madera y fango y letras tu sangre,

Bacalar*

De mi abuelo heredé esa quijada puntiaguda, si… esa que hace verme la cara chueca en cualquier foto, también ese tono de piel de azúcar mezclada con canela molida, sus manos largas y expresivas de pianista ¡infinitas! surcadas por protuberantes ríos de sangre hirviente y letras; aun mas hirvientes. Sus pronunciadas entradas en la frente ¡monumentales! que francamente hubiese preferido heredar dinero, pero también heredé parte de su ser; su cinismo, su inteligencia, el trueno de su garganta y ese amor propio que lo hacia ver egoísta, tan él, tan don Alfonso.

*Soy piel de tu piel, voz de tu voz

de tu huella fértil ascendí

bugambilia en flor*

El Refugio era su casa, su palacio y en el te recibía ese arco en la entrada tan inolvidable, la casa estaba rodeada de jardines, árboles por aquí y por allá, sus escalones de piedra te invitaban a entrar y un pasillo serpenteante con columnas y techo de bambú te guiaba a la recepción, no sin antes apreciar un jardín interior rodeado por una especie de cerco de madera que lo protegía. El comedor era grande, con un pequeño teatro al fondo y en sus mesas de madera con sillas de hierro y rojos colchones disfrutábamos una de las tantas dotes del abuelo, cocinar. La casa fungía como hostal y para tal motivo contaba con numerosas habitaciones. La cocina era amplia y desorganizada y en ella el abuelo pasaba hartas horas, que a veces pienso que más que cocina era su taller y que precisamente de ahí emanaba ese olor tan característico que al Refugio distinguía. A veces me parece verlo sentado a media noche en su cocina/taller mezclando hierbas y brebajes, conjurando con el pasado y pactando con las estrellas el incierto futuro, pero algo me dice que no lo consiguió; las estrellas ya estaban muertas. En el pueblo lo llamaban don Tarot, porque leía las cartas cual místico brujo, yo más bien creo que era un charlatán, pero tenia el don de la palabra y con su voz las lanzaba filosas cortando vientos, cambiando mentes y definiendo destinos.

En mis recuerdos mi lugar favorito de la casa era el mirador, redondo, alto y con una vista que arrebataba el aliento. Su alta palapa nos protegía del sol, la lluvia y de la vida misma, parecía que ahí el tiempo transcurría diferente, lento y seguro. Me gustaba sentarme en el barandal de piedra incrustado con ojitos de turquesa que lo rodeaba y soñar, soñar que era yo el rey de ese castillo.

*En aquella casa de arcos y palapas

vive un pájaro brujo de altos vuelos,

dígame, don Tarot, si el aun me ama, 

pero si no, entonces miéntame, que yo

de amor… me muero*

Casi siempre en las mañanas bajábamos en estampida hasta el muelle, la casa se ubicaba en lo alto y un camino de tierra empinado nos dirigía a la laguna de mar, que para mi era como un mar porque esos azules no correspondían a los de una simple laguna. Teníamos que llegar hasta el final del muelle ya que la orilla era fangosa y yo temía desaparecer en el fondo de ese lodo amenazante. Clavados, muchos clavados, nadábamos hasta hartarnos y a veces, el abuelo nos paseaba en su lancha por toda la laguna presumiéndonos sus dominios, sus reinos con sus conquistas, las brechas que abrió a punta de machete y su orgulloso barco de piedra en el canal de los piratas, donde pretendía algún día poner un restaurante, ahí, en medio de la laguna ¡una completa locura! De regreso le gustaba jugar a mover la lancha violentamente de un lado a otro y a que nos hundíamos como sus cuentos de piratas y solo ahí, en ese instante… creía odiarlo.

*Cántame laguna bonita, un bolero de azul  y verde melancolía*

Cuenta la historia, la de mi madre, que el abuelo era un bohemio, cínico y desvergonzado, carismático, audaz y soñador. Cariñoso cuando su orgullo se lo permitía, hombre visionario de arrebatados impulsos, machista pero encantador, padre ausente, un zanate rechoncho de vuelos altos y penetrante graznido, que podía posarse igual en los zapotes como en los framboyanes, egoísta —ya lo dije— y gastalón como el solo. Podía apostar tanto dinero como propiedades, así lo perdía todo y así de la nada, lo recuperaba. Se cuenta que el dinero que ganaba en sus negocios solía esconderlo en latas, en diferentes rincones de cualquiera de sus casas para luego, con su alma embriagada de noche y alcohol regresar a vaciarlas y gastárselo en… da igual. En Veracruz vivían sus mujeres, sus hijos y el groso de su familia. En Bacalar solo él con sus espíritus, sus demonios y la última de sus esposas. Los Faroles y Antojitos Arjona fueron los nombres de sus restaurantes, en los que mi madre y sus hermanos junto a su familia adoptiva trabajaron día y noche, sin descanso y cuyos esfuerzos fueron la base misma de la construcción de su Casa del Refugio, ese que hoy pertenece a manos ingratas.

*Fuiste ave de alas anchas, Alfonso, muy anchas

pero de vuelos cortos, Alfonso, de vuelos cortos*

Mi abuelo hablaba mucho, demasiado, sus ojos eran grandes como dos frutos del almendro y se agrandaban más hablando de su laguna, de su querido Bacalar y de como su querido Refugio fungió como Casa de la Cultura, de sus noches de tertulias con escritores, artistas, empresarios y políticos hoy encumbrados, de como un día llego un joven descalzo desde el vecino Belize, el mismo al que luego vio convertirse en gobernador. Hablaba también de Veracruz, de su blanca ciudad de Mérida y su familia a la que dejo siendo muy joven para aventurarse recorriendo México. De Victoria, de Jose y el resto de sus hermanos, de su familia adoptiva y solo un día, uno de los últimos, hablo de ella, a la que él en sus recuerdos o mentiras llamaba Teresa; mi abuela, la que fue el amor de su vida, la que llego en un barco a México de quien sabe donde y se fue dejando un aura de misterio, tres niños y un corazón roto. Entonces descubrí que el abuelo también lloraba y que los ojos de mi madre le recordaban a ella, el más amado de sus ayeres.

*Te perdono mis noches de madrugada y sal

mis lunas de lamentos, mis olas tristes de mar.

Te ofrendo, si regresas, mis cantos de quetzal

y un barco de piedra en la laguna de Bacalar*

 A veces pienso en el abuelo como un amigo cercano, alguien con quien comparto tantas similitudes que, de repente, me lo imagino vivo, sentado bajo la palapa grande del mirador viendo su laguna y yo junto él, con su risa y yo con la mía, ambas descaradas, atrevidas, alborotando la noche y las palmeras del trópico. A veces lo extraño como extraño su casa, mi castillo; ese Refugio con sus pericos despertándome por las mañanas, con nosotros sus niños corriendo en los pasillos y escondiéndonos bajo arboles de papaya, de orégano y de limón, matando bichos, descubriendo rincones, escondites y si… aun me veo acariciando esos ojitos de turquesa con mis pequeños dedos, imaginándome venciendo a los piratas, a las gigantes serpientes y llevándome en una lancha sobre la laguna un gran tesoro conmigo.

Capítulos anteriores:

https://milenguanativa.com/2018/01/09/nunca-te-fuiste/

https://milenguanativa.com/2019/05/14/relatos-de-mis-multiples-infancias/

https://milenguanativa.com/2019/07/03/relatos-de-mis-multiples-infancias-2/